El cínico enamorado / La escuela de los opiliones - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Ya no es catorce de febrero y, por lo mismo, algunos pensarán que se me fue la fecha, aunque otros, los listillos, además de algunos contadores y pepenadores, alzarán la mano y dirán: deténgase en nombre del amor, pues se ama todos los días y San Valentín no es exclusivo de un catorce sucinto. Para que el amor perdure, otros dirán, debe distribuirse diariamente en pequeñas dosis para evitar el consumo del amor de cuarenta años en un sólo día. Los más versados en la cocina compararán el amor con una receta de ternera y nos dirán a cuántos gramos se mantienen las hormonas en el punto álgido para ver al otro con ojos de borreguito imbécil. El coco piensa que el amor es un blackberry y la chica que le gusta, suspira, y le dice: qué lindo, nadie me ha cuidado como tú. La morra de lentes pide silencio a gritos y en su mano agita un periódico enrollado con el que amenaza golpear narices, entonces nos dirá lo evidente: el amor no sólo es para los amantes y los esposos pero también para la familia y los amigos (y los perros, siempre los perros). Yo digo que el amor en un catorce de febrero, así como a los illuminati les urge transformar muchas otras cosas en la vida, es un hashtag.

Pero, a pesar de que el amor alcanza los límites más patéticos el catorce de febrero, y no sólo desborda cursilería pero angustia, necedad y soledad, se convierte en una tarea imposible negar la influencia que tiene sobre la humanidad. Cuando el dios del marketing tuvo la bonita ocurrencia de crear el catorce de febrero, no imaginaba cuánto se saldrían las cosas de control. No sólo abundan las notas de la farándula enamorada, pero también se multiplican las desgracias del joven Werther y otras, las más arrojadas, se ahogan con la semilla de sus amantes (no es 28 de diciembre, se los prometo: lo acabo de leer). Y ellos son los héroes breves, los muertos enamorados o los amantes desaparecidos, la persona común que tuvo la chispa de convertirse en un encabezado. Cuántas almas desgraciadas no se habrán encerrado en sus aposentos y habrán puesto una película en su cosos de internet para no pensar en el horror de la soledad, de los amores pasados, de los perros perdidos (siempre los perros).

Yo, personalmente, había olvidado que era catorce de febrero hasta que abrí twitter y comprendí paulatinamente que había olvidado mi boleto para uno de los trenes milenarios. Vivo en un fraccionamiento de jóvenes millennials, esos chavos que, según la ciencia, en 10 mensajes de whatsapp o menos ya decidieron con quién refocilarse. Sale la voz de un viejito costumbrista: en mis tiempos se tomaban de la mano, se cortejaban (imaginen la entonación del verbo como quien canta los salmos en la visita del papa) y daban vueltas en el kiosco de la plazuela para mirarse a los ojos. Claro, viejito cochino, se miraban a los ojos pispiretos pero pensaban en el porno de calabozos y dragones, no se haga. Mi vecina en una de las casas de junto, una jovenzuela de veintitantos años, de repente interrumpe mis maratones televisivos con sus gemidos y grita a sus novios (pienso que unos pobres ilusos que se creían muy machos hasta ese preciso momento): “¡Pégame!, al fin que eso te gusta, ¿o no? ¡Pégame duro!”. Entonces el instante incómodo para el mirón y el chismoso se torna en una discusión de género, de roles y de quién tiene, en verdad, el poder y mejor le subo el volumen a la tele antes de que alguien tenga la buena idea de abrir un festival por la igualdad en mi casa.

Y yo creía que el pégame-si-eso-te-gusta sólo pasaba en la televisión, creía que era un lugar común de esos que siempre reciben un chanclazo en la cara cuando uno se presenta, harto ilusionado, a su taller de cuento. Ni en el DF, cuando vivía hacinado junto con otros cientos de chilangos en un conjunto de departamentos tuve la suerte de escuchar tales gritos. Entonces como una bonita declaración millennial de amor, pues al parecer no fui el único que escuchó los gritos de aquella noche, algún otro chavo en un súbito impulso por declarar una pasión exacerbada, cambió el nombre de su red wifi a: “qué buena está la vecina”. Híjole. Pégale duro pero en el orgullo. Están acelerando las cosas y cada día podemos decir que, hasta lo más simple o lo más bobo, ya no es lo mismo. El amor en catorce de febrero ha encontrado otras expresiones, otros puntos de fuga. ¿Para qué dar vueltas a la plaza, para qué esperarse a diez mensajes, cuando con uno solo y la promesa de una llave para el horror del mundo, puedes saber al instante si jalas, te pandeas o te vas de lado? Quizás eso es demasiado para mí, quizás he descubierto la trampa del vértigo.

Más tarde, bajaré a echarme al sillón y leer un libro. Sé lo que pasará: el perro se subirá encima de mí y mi esposa me acariciará la cabeza y mientras trato de acabar alguna novela de Dickens, pensaré que yo también soy un buen perrito. Creo que al final, el único gozo de un cínico enamorado, es encontrar el camino de la perpetuidad y la dulzura en los pequeños gestos.


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