Por alguna extraña y misteriosa razón, tengo un par de meses traduciendo un libro de cuentos de hadas. Creo que es el más gordo que he leído acerca del tema y se trata de una vieja compilación, cuando la gente no respetaba géneros ni estructuras ni se preocupaba por ponerle una etiqueta al grano súbito de Madame Pompadour, así que el sabor de los cuentos es variadito, o como diría un cuate mío: de chile, de mole y de dulce. O de chile, de mole y de manteca. A saber, lo chistoso de las numeraciones dicharacheras de nuestro país es que tienen tantas variantes como las historias primigenias, y no sólo obedecen a la región sino al gusto por los sabores o los ruidos que hace la lengua al atorarse con el paladar.
En la colección que estoy traduciendo, sin discriminar, uno puede leer fragmentos de Las mil y una noches, o los cuentos rurales de los hermanos Grimm o, el tema del día de hoy, los sanos desvaríos de la aristocracia francesa. Después de leer atentamente una considerable cantidad de cuentos franceses, me di cuenta de algunos patrones y, si mal no recuerdo, hace unos años leí algún ensayo de Umberto Eco que hablaba de eso (o de algún otro autor, ay, la memoria caótica de los muchos libros. Ya puse al coco a trabajar para corregir mi falta en próximos días, números, siglos). Por ejemplo, uno de los rituales acostumbrados en los cuentos de hadas es la presencia del número tres: la cantidad de príncipes, el número de actos para resarcir una falta o cumplir una voluntad, el número de doncellas secuestradas por una anciana hada y horrible y que, como un capataz, las pone a hilar oro.
Por ahí anoté en mi cuaderno de lecturas (el cuál me hubiera servido de maravilla para registrar, por ejemplo, a quién le leí eso del tres en tres) que no me caería mal buscar una historia, un estudio o un ensayo sobre cuentos de hadas franceses y entender por qué cada cuento parece una competencia para destronar a otro. Las condesas, o las morritas de Lobuki de aquel entonces (pero las chidas, las estudiosas), al parecer les encantaba contar cuentos para mostrar no sólo su calidad como autoras o pensadoras, sino también como imaginantes. Aunque a veces su imaginación no daba para más que aumentar un dragón por aquí, un basilisco por allá y un disfraz de Palas Atenea por acá; otras veces elaboraban laberintos fascinantes y, al parecer, una crítica jugosa no sólo de la monarquía de la que ellas formaban parte, pero también del mismo género al que estaban dedicando una vida.
No sé si a ustedes les habrá pasado, pero cuando yo era chamaco y jugaba piedra, papel o tijeras, de repente salía un listillo que se sabía otras caras y gestos que luego le daban en la madre a uno, por ejemplo: la escopeta (porque la escopeta todo lo mata), los brazos de Supermán, el genio de la lámpara y el bigote de Salinas de Gortari para la devaluación instantánea. Compartiendo un poco de este pequeño misterio y la inquietud de que las condesas también parecían jugarse la reputación entre un cuento y el otro, una escritora me señaló que, efectivamente, las condesas usaban sus vestidos entallados, sus lentes oscuros y se iban al club para leerse sus cuentos más recientes. De tres en tres, se les iban las uvas, el vinito, los amantes y entre risas, y altas pelucas hechas con el pelo de un mulo blanco, corrían los monstruos, los príncipes, los reinos y los gatos parlanchines. Uy, si luego entre nosotros, la plebe, uno de esos talleres puede ser un infierno y un baño de sangre, me gusta imaginar que las condesas tenían que escribir algo chido porque al final, sí, sí, mucha satírica y un grano de sal, pero esas mujeres por escribir sí apostaban la cabeza.