Cuenta la leyenda que todas las mujeres enloquecen con las bolsas y los zapatos. Yo soy la excepción que confirma la regla: ni bolsas ni zapatos me despiertan pasión alguna. No me detendría a ver el aparador de una zapatería; no deambularía por la sección de accesorios de una tienda departamental. No sé reconocer marcas ni diseños, no sé decir cuáles están a la moda y cuáles no, nada. Las bolsas y los zapatos son como fantasmas en mi mundo personal. Pero sí observo el placer que obtienen las mujeres al hablar, admirar, manosear, usar, intercambiar estos objetos. Me intriga, pero la alegría ajena es buena para la salud mental.
Todas las mujeres de mi familia aman las bolsas y los zapatos, por lo que supongo que no es un gusto adquirido, debe ser algo en la química sanguínea; o bien, yo me caí de chiquita y me malogré. De niña, me gustaba ir a la zapatería cuando me iban a comprar los zapatos para el nuevo ciclo escolar: esos tipo choclo, firmes, con suela gruesa, transparentosa y antiderrapante. No me gustaban los zapatos en sí, sino la sensación de tenerlos puestos: la solidez de un zapato nuevo, que me permitía correr e intentar deslizarme sobre el piso brilloso con la seguridad de que aquella goma frenaría en seco mi inercia; el poder brincar con ellos haciéndose uno con mis pies. Claro, recuerdo zapatos enemigos, desde niña. Los que parecían dejar mi planta casi al descubierto con la textura del suelo, los que resbalaban con el piso húmedo, y los peores: los que se encajaban en mi empeine o me provocaban ampollas en el talón. Todas estas sensaciones son las que evito hasta hoy en día. Si por mí fuera, usaría tenis para siempre. Cuando era joven, era normal usarlos diario; ahora, casi cincuentona, se asocian con la fodonguería. Sí, me declaro fodonga.
Las paletas de anís eran la única asociación apasionante con la compra de aquellos zapatos escolares. En esos tiempos, las zapaterías ponían un puñado de dichas paletas en las bolsas de compra. Para mí eran el verdadero tesoro. Me bastaba llegar a la casa para sacarlas, contarlas y así reconocer la calidad del botín; los zapatos podían quedarse en la bolsa. Ese sabor, intenso, parecía imposible de surgir de la simplicidad de esa paleta: sin color, casi transparente, redonda, ordinaria, a la que compensaba su envoltura roja con trazos negros, para darse a notar, como quien modela un zapato de lazos y plataforma. El anís lo envolvía todo: la lengua, las comisuras, la nariz, la habitación.
Durante años detecté el anís en panes, confituras, pastillas, salsas y guisos diversos. Escudriñaba la miga de un cocol para sacar una semillita de anís, y entonces la aplastaba con las uñas para impregnar mis dedos con ese aroma. Acaso el amor que pude sentir por los zapatos fue robado por el aroma anisado.
Años más tarde, probé lo que para mí es el anís en su forma más sublime: un licor francés conocido como Pastaga o Pastis. Se obtiene a partir de la maceración de diversas plantas. El empleo de hinojo y regaliz es característico. La fórmula varía según la compañía productora. Para muchos la marca Ricard es sinónimo de Pastis. Este licor logró su auge gracias a la prohibición del “hada verde”, el famoso ajenjo o absenta, que deberá tener su propia minuta. En 1932, Paul Ricard ofrece a los franceses un nuevo licor de anís cuya novedad es la inclusión del regaliz; y la exclusión, por supuesto, de la Artemisia absinthium. Según la tradición, el Pastis se consume mezclado con agua, de 5 a 7 partes de agua por una parte de licor. Algunos le añaden hielo, pero los más puristas lo consideran innecesario. Es un brebaje mágico, no sólo por el sabor sino por su reacción al ser mezclado con agua, como ocurre con la absenta: de ser ambarino, casi traslúcido, se torna en un líquido lechoso, de un color parecido al de la crema pastelera. Apetitoso, bien podría ser el “hada ambarina”. Es un licor que inspira respeto, no debe beberse sin ton ni son, por su graduación de alcohol (45°). Lo dicho, también es un “hada”.
He probado el ajenjo, pero me quedo con el Pastis. Creo que soy tan ordinaria como aquellas paletas de infancia y mis amados tenis. En fin, nunca he asociado la borrachera con el disfrute. Ya borrachos, todo sabe a lo mismo. Pero si el exceso ocurre, por accidente o por voluntad, más nos vale traer bien puestos los zapatos: sí, unos con suela antiderrapante que nos recuerde que seguimos plantados en la Tierra. Las “hadas” vuelan, nosotros no.