El problema es que donde prevalece la ley de mercado,
la educación se desnaturaliza.
Juan Ramón de la Fuente
Para una persona que ha pasado casi la mitad de su vida dentro de una u otra universidad, como alumno diez años y desde hace nueve como investigador, no es de extrañar que uno de mis temas recurrentes sea el de la educación superior. El tópico me sensibiliza hasta la médula y me inquieta cada día más. Acudimos a un escenario preapocalíptico: la lógica del mercado ha invadido aulas, oficinas y laboratorios. Los investigadores son tratados como jornaleros, los alumnos como clientes y su formación académica como un producto. Desvirtuamos la naturaleza de las universidades y acudimos silenciosos a una de las peores crisis que vivimos: la crisis educativa (si creen que exagero, deberían echar un ojo a Sin fines de lucro, de Martha Nussbaum, un diagnóstico brutal de la crisis educativa a nivel superior en el mundo).
Leía la semana pasada con mucho gusto las conversaciones entre Ignacio Solares y Juan Ramón de la Fuente, publicadas con el título La universidad rediviva por la editorial Taurus. Pocas veces tengo la oportunidad de compartir mis puntos de vista sobre la educación superior con pares: abundan los pedagogos inquietos, proactivos y burócratas. Lo confieso: sus conceptos y su jerga me provocan nauseas. Cada que esto sucede es inevitable que termine preguntándome en qué momento las instituciones universitarias perdieron su espíritu, su razón de ser, su rol en la vida pública del país y con las demás instituciones. Por fortuna, existen pocas personas con la sensibilidad y la inteligencia necesarias para pensar en la educación superior sin prejuicios, sin palabrería vaga, con un ancla en la tradición que dio origen a nuestras universidades, y siempre con la capacidad de innovar sin pervertir la finalidad de la educación superior. Una de esas personas es Juan Ramón de la Fuente, y aquí sólo puedo señalar algunos puntos de coincidencia expresados en sus charlas con Ignacio Solares:
En primer lugar, la universidad pública debe ser una universidad para las masas. Más de una ocasión he escuchado a algún colega afirmar que las universidades deberían aceptar sólo a personas inteligentes, cultas, con capacidades ya adquiridas para la escritura y la argumentación… Lo lamento: la aristocracia (nietzscheana) es una filosofía para pueriles. La universidad es nuestro mejor mecanismo para la movilidad social. En un país con profundas desigualdades, con un acceso injusto e inequitativo a las oportunidades de desarrollo personal, la universidad se ha convertido en nuestra herramienta ideal para paliar los síntomas y atacar las causas del subdesarrollo. La tarea de docentes e investigadores es recuperar a las alumnas y alumnos que tuvieron una educación básica y media deficiente (pues no ha sido su responsabilidad). Sólo así lograremos la movilidad social necesaria para el desarrollo adecuado y justo de nuestro país. Sin embargo, este carácter masivo de la universidad pone un problema sustantivo sobre la mesa: el debate sigue siendo cómo lograr que una universidad de masas pueda mejorar su calidad.
En segundo lugar, la academia es la ratio de la universidad. La principal fortaleza de nuestras universidades -y parece que lo hemos olvidado- es su condición académica. Sin ella, las universidades no tienen ni podrán tener autoridad, prestigio e influencia. Como afirmó don Alfonso Reyes: “En la universidad cabe todo, menos lo absurdo”. Nuestras universidades deben ser los espacios privilegiados de la razón y el espíritu crítico. Su finalidad: “la enseñanza, la investigación y la extensión del conocimiento y la cultura entre amplios sectores de la sociedad; es decir, la academia sigue siendo la razón de ser y el pilar de la Universidad”.
Por último, el papel de las ciencias sociales y las humanidades es insustituible dentro de las universidades. En palabras del doctor De la Fuente: “El problema es grave. Ninguna institución de educación superior que se presuma completa puede hacer un lado a las humanidades y las ciencias sociales; al contrario, todos los países requieren formar capital humano en una amplia gama de disciplinas. En efecto, en México necesitamos ingenieros y expertos en informática; en diversos campos de la tecnología necesitamos gente preparada, con sensibilidad social en las disciplinas económicas; pero México también necesita cada vez más filósofos, filólogos, literatos, sociólogos, antropólogos, directores de cine y teatro, poetas, artistas. Es verdaderamente absurdo pensar que México puede tener un desarrollo digno, independiente, completo, si no seguimos nutriéndonos de esa enorme riqueza que representa el campo de las humanidades para el desarrollo integral del país”. No lo olvidemos: el objetivo de nuestras universidades debe ser formar seres humanos integrales, universales y completos.
Nuestras universidades también enfrentan innumerables retos: aquellos que tienen que ver con la defensa de su autonomía, la mejora de su calidad académica, la modernización y diversificación de la oferta educativa, la renovación generacional de docentes e investigadores. Por su parte, el Estado mexicano tiene una encomienda inaplazable: generar una política de educación superior y definir explícitamente la forma de financiamiento de las universidades públicas (debemos dejar atrás las políticas discrecionales). Pero, ante todo, debemos repensar constantemente a la universidad. Debemos debatir y dialogar estos temas. Guardar silencio es el peor mal que se cierne sobre la educación superior mexicana.
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