Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento / Ciclistas (II) - LJA Aguascalientes
10/04/2025

El ciclismo como todos los deportes tiene sus dichos propios. Una escapada a lo Walkowiak es una fuga de corredores de segunda tercera o cuarta fila de la que nadie se preocupa pero que sacan minutos, que luego perderán, a los favoritos. Una vuelta a lo Walkowiak es una prueba ciclista en la que puede ganar un desconocido segundón porque no hay ningún favorito en la competencia. Y todo eso en homenaje al ganador del Tour de Francia más olvidado de la historia, Roger Walkowiak, triunfador de la competencia de 1956, un triunfador que, en el documental que le dedicó la cadena estatal de televisión francesa lloraba mientras repetía una y otra vez “no debí ganar aquel Tour, no debí ganar aquel Tour”.

Lo repetía igual que había repetido ante las cámaras, años antes, “es increíble, es increíble”. ¿Cómo un corredor de tercera fila había llegado a tener el maillot amarillo? ¿Cómo un corredor de tercera fila logró mantener el maillot amarillo hasta la última etapa? Escapándose en una etapa plana con otra treinta de corredores segundones a la que nadie respondió y que entró en la meta con dieciocho minutos de adelanto sobre el pelotón. Y colándose, al día siguiente, en otra que consiguió otros quince minutos de ventaja. Walkowiak fue el único corredor que había participado en las dos. Y era el líder. Tal vez Walkowiak, el desconocido Walkowiak, podría haber aguantado, como lo hizo, el tirón de los favoritos atacando en las contrarrelojes y en la montaña, pero sobre él que terminó el Tour como líder con un minuto de ventaja sobre el segundo pesaban también los constantes ataques de la prensa que lo ridiculizaban, hablaban de indignidad para ser el líder de la carrera más prestigiosa y que esperaban otro maillot amarillo más interesante.

Walkowiak cargó el resto de su corta carrera, que abandonó antes de volver a lograr algo importante, con esa “inmerecida” victoria. Invirtió los ahorros de su triunfo en abrir un bar en su ciudad natal pero tuvo que cerrarlo harto de que los parroquianos le preguntaran una y otra vez por su triunfo o, sin más, se dedicaran a ridiculizarlo. Comenzó a trabajar en una fábrica como un obrero normal y corriente y decidió no volver a hablar de aquella carrera hasta el documental que tan dolorosamente, hasta el punto de hacerle llorar, le recordaría y salvaría su nombre del injusto olvido en el que él mismo había querido sepultarlo.

Y si el Tour de Walkowiak fue por mala suerte, según sus detractores, también fue mala suerte que el argelino Abdel Kader Zaaf no fuera el primer africano en ganar una etapa en el Tour. Abdel sabía que era uno más, aunque buen ciclista, entre los del pelotón, alguien a quien, como mucho, le podía ser dado el ganar una o dos de esas etapas no interesantes que hay en toda carrera ciclista por etapas, de esas que no interesan demasiado a los favoritos. Él sólo esperaba una etapa tórrida, una de calor más cercano al África del norte que a Francia. Era 1950 y se Zaaf se lanzó en una escapada con el francés Molines, una escapada a un ritmo de pedaleo vertiginoso que empapaba a ambos corredores en sudor, un líquido perdido que sólo podían recuperar metiendo constantemente más líquido al cuerpo. Todo iba bien con la posibilidad de ser el primer africano en ganar una etapa de la carrera francesa hasta que Abdel necesitando más líquido agarró sin pensar la botella que le ofreció uno de los miles de seguidores que se amontonan en las cunetas del Tour. Cuando lo escupió, alertado por el sabor desconocido para él, ya era tarde, el poderoso vino francés ya había entrado en su organismo, un organismo que, como buen musulmán practicante, no había probado nunca una gota de alcohol.

Y pasó lo peor. Con pedaladas cada vez más lenta y la bicicleta y el ciclista dando bandazos de un lado a otro de la carretera, Molines se dio a la fuga. Zaaf, cada vez más lento, se cayó levantándose de nuevo, con andares de ebrio consuetudinario, se montó en la bicicleta e intentó reanudar la carrera pero en dirección contraria. Fueron los propios espectadores los que impidieron que el ciclista regresara a la carrera y lo tumbaron a un lado de la carretera, bajo un árbol, donde Zaaf caería, al final, desmayado. La etapa para él terminó en el hospital de Nimes de donde al día siguiente se fugaría por una ventana para continuar, a como diera lugar, en la carrera que tuvo que abandonar a los pocos días para volver triunfante al año siguiente y ser el primer africano en terminar un Tour en la honrosa septuagésimo sexta posición de setenta y seis corredores.

Y si una sustancia ajena a su cuerpo fue lo que ocasionó el desastre de Zaaf, sustancias, aún más ajenas al cuerpo, fueran las que causaron una de las muertes más recordadas del Tour, la del inglés Tom Simpson. Ander Izagirre resume las consecuencias de aquella muerte en una sola frase. “El día en que murió Tom Simpson muchos ciclistas sacaron de sus maletas todos los frascos, las pastillas y las jeringas y las tiraron al fondo de un canal de la ciudad de Carpentras”. Porque Tom Simpson murió a causa de algo que todos en el pelotón sabían y que la autopsia confirmó: anfetaminas. Anfetaminas mezcladas con coñac y un calor infernal fueron las causas del paro cardiaco de Tom Simpson. Su entrenador declaró posteriormente que “yo soy el responsable del coñac, pero ni los estimulantes ni el coñac fueron por sí solos la causa de su muerte. Le podía haber pasado lo mismo si hubiera bebido un vaso de agua. Fue la ambición la que le hizo sobrepasar sus límites”. Un mecánico de su equipo lo resumió mejor aún: “El estimulante que mató a Tom Simpson se llamaba Tom Simpson”, un ciclista que luchando contra el olvido por sus triunfos será recordado sólo por su muerte.

 


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