Ya se ha dicho aquí que el Camarín de la Virgen, en la iglesia de San Diego, no es ningún museo y que por lo tanto no resulta sencillo de visitar. Esto no significa, sin embargo, que se trate de una misión irrealizable. Sugerencia: llegar sonriente -no demasiado- a la oficina parroquial, como quien no quiere la cosa, poco antes de las cuatro de la tarde, y pedir permiso con semblante de dulce peregrino. Ándele, señorita, es que vengo de muy lejos. Por favor, ¿sí? Pero hay que entender a la señorita: este lugar sigue funcionando como convento, y pretender conocer el Camarín equivale a tocarle al vecino para que te deje ver su sala. Hay que agarrar la onda, horrible expresión, hermosa actitud. No obstante, si lo logras: ¡albricias! Lo primero: considerar que has entrado a una capilla muy especial, de muy buen tono, de forma circular, a espaldas del altar mayor, la cual fue iniciada en los acabamientos del siglo decimoctavo, cuando los bisabuelos de tus bisabuelos lucían más jóvenes y guapos que tú. Una vez ahí, es recomendable que alces la vista, como no pueden alzarla los alces, hacia la cúpula grandiosa, y luego hacia los altares, para notar así una transición curiosa -verso sin esfuerzo- entre el estilo barroco y el neoclásico. También vale la pena fijarse en el piso, retechulo el condenado. Y preguntarle mil cosas a la señorita, quien por supuesto no va a permitir que andes ahí tú solo, como Jorge Pedro por su casa, bien cerca de la Purísima Concepción que fue patrona original de la villa, según se cuenta. Muy bien, ahora para fuera; muchas gracias, de veras, que los dieguinos en el cielo la protejan y le tomen en cuenta este favor. Pero antes de irte se hace necesario echarle un ojo a la propia iglesia, de maderoso piso y algún exvoto interesante -por ejemplo el de 1836 que mandó hacer una mujer de apellido Barba-, y ya entrados en gastos, intentar mirar los cuadros del mulato Juan Correa, que no son poca cosa, en la sacristía y el aledaño templo de los terceros. Se advierte que habrá que hacer más pucheros. Viajemos por último en el tiempo, sin movernos de acá, por medio de la imaginación. Si aterrizáramos en las últimas décadas del XVI, en este mismo sitio, nos encontraríamos en los terrenos de un tal Pedro de Huerta, uno de los primeros pobladores de Aguascalientes. ¿Cómo habrá lucido su casa? Probablemente como la de Moctezuma y Victoria, la que hoy aloja una cafetería. ¿Qué tanto habrá acontecido en la vida de aquellos vecinos de antaño?, ¿existirán muchos descendientes entre nosotros? Pensar en estos asuntos puede emocionar a espíritus sensibles, como los que construyeron esta magnífica iglesia y su claustro en 1682, de carmelitas en un inicio, de dieguinos después y de todos los aguascalentenses ahora.