En una habitación vacía, pintada de algún color neutro o suave, sólo hay una silla. No hay lámparas o focos de algún tipo. Es el hogar sencillo de una silla de madera, simple, iluminada suavemente por la luz del día que entra por una ventana igual de abandonada. Cuando atardece, aquel mueble empieza a desaparecer y de noche, deja de existir. Sin embargo al siguiente día, con los primeros rayos de sol, poco a poco, algún espíritu piadoso decide permitir la existencia perpetua de la silla, redibujándola paso a paso por algún deleite solitario o quizás por la perplejidad de quien se vea confrontado con la solemnidad (o la melancolía) de aquel objeto.
(¿Cuántas sillas pueden existir en una sola silla?).
Quizás, entonces, un ocioso penetra en aquella habitación. Rompe con la soledad del santuario pero no con la diversión de un dios tramposo (porque la única diversión de los dioses inmortales es labrar caminos, misteriosos o sinuosos, para divertirse con los hombres). El humano, después de milenios de evolución, cuando se ve confrontado con la soledad de una silla, el único objeto tenaz sobre un fondo gris, el inicio de un misterio o el juego baboso de un artista contemporáneo, ha cambiado sus prioridades por una incisiva necesidad de supervivencia; lo primero que hará aquel ocioso no será destruirla, sentarse sobre ella, siquiera inspeccionarla. Para nada. Casi puedo asegurar que lo primero que hará será meter una mano en el bolsillo para sacar su celular y tomarle una fotografía. Lo que sigue después no puedo asegurarlo, pero sugiero una posibilidad: selfie con la silla solitaria, instagram 2015. Eso qué, dirán, pero ya se acordarán de mí cuando vean la selfie de su sobrina y una silla de fondo y quizás capten el chiste.
Aquella silla abandonada y rústica, de aquella habitación gris y vulgar, con una sola ventana, de repente descubre el camino hacia su casa y nosotros, los seres humanos, podemos apreciarla como si fuera un museo dedicado a su mera existencia. Imaginemos que cada uno de nosotros, simultáneamente, quizás la humanidad entera (o un porcentaje bastante alto), toma una fotografía de la silla, el mismo día y durante la misma hora. Gracias a una suerte de magia misteriosa, o por la simulación de una computadora monstruosa, en un sólo instante todos somos uno y uno somos todos.
Como un monstruo simultáneo, levantamos los brazos para capturar (con un celular, una cámara, un boceto, lo que quiera) un mismo, y preciso, instante de soledad. Y, sin embargo, a pesar de ese esfuerzo impuro y magnánimo, de ese instante imposible, no vemos lo mismo. No importa si la hora, si el segundo, si la luz, si las sombras son iguales. Ninguna fotografía es igual porque las pequeñas variantes son inevitables: estaturas, ángulos, filtros, calidad de la cámara, estructura (edad e imperfecciones) de los ojos y el pulso individual de cada persona. Así, el dios travieso y mentiroso ha multiplicado casi al infinito la soledad de un objeto, lo ha destruido para convertirlo en partículas de realidad y percepción. La silla, por accidente, se ha convertido en un universo, quizás aburrido y poco colorido, pero con lupa es posible descubrir otras cosas, otros datos que alimentarían una obsesión (sana, o insana) durante muchos siglos.
Y, al final, ¿a quién le pertenece la silla? ¿A quién le pertenece el instante? ¿A quién le pertenecen los ángulos, las sombras, la soledad o el enigma? No lo sé, pero el acto de poseer la fotografía, de tomarla, es una manera tristona pero necesaria de saber que podemos adueñarnos del mundo, lo que nos dejan, al menos. Somos amos del instante y, por una crueldad inherente en la naturaleza humana, nos olvidamos prontamente de él. El dios travieso cerrará la puerta de ese lugar enigmático y lo único que permanecerá será esa diminuta estrella en la memoria biológica o binaria o impresa de cada quién. La simpleza de la silla no sólo reta a la imaginación de la gente pero su manera de interpretar el mundo. Quizás, sólo por hoy, mi preferida es la imagen de aquella sobrina subversiva (hace la v de la victoria y saca la lengua como perro en carretera), que se toma una selfie y la silla, un poco avergonzada pues no le queda de otra, sigue atrás de ella porque es su chamba.