La escuela de los opiliones / Inspiración - LJA Aguascalientes
16/11/2024

La semana pasada viajé a Acapulco para presentarme a un festival cultural: La Nao (de China). Fui invitado a leer mis pininos. También invitaron al escritor Luis Enrique Castellanos. Platicamos con los chavos acerca del sabroso oficio del escritor (sí, Lupita, y dos de azúcar por favor) y también dimos la cara para explicar, de una manera quizás ambigua, eso creo, o quién sabe, por qué representamos voces de la narrativa poblana contemporánea.

Quíhubo, perdón, soy chilango.

Pienso que todos esos términos suenan un poco pesados. Lo pienso y lo pienso y esas cosas, al final, me parece que son como cargar un gran costal de papas lleno, posiblemente, de unas piedras misteriosas. El costal tiene grabado “papas”, tiene una ilustración de unas papas y cuando alguien te lo pasa, o se lo pasas a alguien, dices que son papas pero si nadie abre el costal, ¿cómo podemos garantizarlo? Pues me tocó cargar con el costal, además de que me castigaron con unos días de sol, de arena y de tarros de cerveza en un lugar pequeño pero agradable.

Hubo una pregunta recurrente en los encuentros. Y es una de las preguntas de cajón que escritores de todo tipo han recogido para hacerla polvo y ponérsela en las mejillas para hacerse sus chapitas y pavonearse: ¿de dónde viene la inspiración (para escribir sus pininos)? Si nomás es una charla, normalmente tengo una respuesta chipocluda para esas cosas: la inspiración no existe, nomás el trabajo, éjele, éjele. Es una respuesta convencional y válida si nomás vas a una presentación y lees una o dos cositas, pero cuando la pregunta se repite dos o tres veces al día, durante tres días, entonces es mejor detenerse a respirar (quíhubo) y preguntarse: ¿te la crees, manito, eso de la inspiración inexistente?

Me vapulearon con la pregunta y me hicieron dudar.

Quizás mi problema con la inspiración es cómo, a través de la historia, gradualmente se ha convertido en un instrumento de manipulación. Antes de la inspiración, por ejemplo, el artista se presentaba como un ser humano común y corriente pero después de la inspiración, evohé, ahora posee la lengua de un dios y es muy fácil confundir al artista con un profeta, sobre todo si el artista adora el disfraz.

En tiempos antiguos, por ahí de los griegos, la inspiración era una extensión, y una posibilidad, del cuerpo. Tomabas aire y, sin aviso, un furor poético penetraba tu sistema, y el único remedio para curarse ese espíritu era ponerse a escribir una epopeya. No había de otra.

Ese espíritu inexplicable, o quizás alguno de los múltiples dioses olímpicos, la iglesia católica lo convirtió en Dios y desde entonces, donde haya un Cristo colgado en una casa, la inspiración tiene posibles y muy probables connotaciones religiosas. Estudié en escuelas católicas. No era extraño que cuando la clase tratara de algún trabajo artístico, algún profesor o algún adulto tuviera el tino para asociarlo con Dios y que el artista era un mero instrumento de la gracia (el capricho) de un Dios. A veces, quizás, el capricho de ese Dios era el control de las personas a través de palabras plateadas, o aladas. Así, pues, la inspiración se convertía en algo divino, o demoniaco, y la libertad que ofrece el arte y su provocación intelectual quedaba exprimida en concentrado de salvación o perdición del alma.

(Sin embargo no puedo olvidar a Caedmon quien… con todo, convirtió las palabras de Dios en el primer lenguaje poético, en la primera estructura. Dios domina al hombre pero el hombre domina la palabra de Dios, y domina su propia lengua. La imagen de Caedmon, a veces pienso, es la inspiración pura, más allá de lo divino y más allá de lo humano).


Claro, hay otro tipo de inspiración, la freudiana, que propone a los artistas como seres humanos fundamentalmente dañados. Fun-da-men-tal-men-te. Si uno no desea ser el perrito faldero del Señor, puede escoger ser un muñequito roto y así, en turbas enardecidas y jariosas, entran jóvenes artistas a encuentros multidisciplinarios y vastos, cada uno apostando porque su enfermedad peculiar es, a su modo, la inspiración verdadera. Mi inspiración es más real que la tuya porque yo estoy dañado, estoy enfermo, de niño me robaron el gameboy, mis padres no se querían o nunca he dejado de tocarme el culo. Yo qué. Freud. Y no hemos descartado a Freud porque, de algún modo, consiguió lo que nos faltaba: ficcionalizar la psique humana, convertirla en el personaje de una novela perpetua. Gracias a él, y a pesar de nosotros, no podemos abandonarnos a una vida carente, normal, común porque cada uno, en la turba íntima del ego-superego-id-whatsapp, llevamos un misterio (el de toda la humanidad) a ser resuelto.

Quizás la inspiración es otro costal de papas. Puedes llevarlo en el hombro. Todo mundo, tú incluido, creen que llevan 20 kilos de los mejores tubérculos que la tierra pueda ofrecer pero si no te detienes a mirar qué tiene adentro el costal…

La inspiración es inagotable, como las aguas de la vida, el aliento de las musas, el whisky barato, los memes del internet: sea el producto de los dioses burdos (los espíritus), un truco del diablo o un misterio íntimo y humano, siempre tendremos excusa y una respuesta agradable, pero común, para el curioso que desee conocer los secretos del oficio (Lupita, deslactosado chai latte por favor). La inspiración también es una excusa, y una de las fáciles. Cualquier artista, en cualquier momento de su vida, puede aprovechar el instante de la inspiración no sólo para crear sino para dejar de crear, abandonar con cierta dignidad el oficio. Es decir, a la ausencia de esos humitos mágicos sobre mis hombros, no tengo más que decir y puedo dedicarme a mi jardincito. Decir, por ejemplo, que la inspiración no existe y que todo se trata de trabajo en realidad es un modo de salvarse de los mitos y de los lugares comunes, pero igual, quizás habría que tomar un respiro, dejarla en un punto medio, para extender la mano cuando se ofrezca. Quizás, si me vuelven a preguntar, diré la verdad: la inspiración más pura, sin duda alguna, es el himno de Caedmon.

 


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