La reciente sentencia de la SCJN que permite el uso legal “alternativo” de la mariguana es el primer paso en la dirección correcta por décadas del Estado mexicano en torno al tema del tráfico y consumo de las diferentes sustancias ilícitas desde que el gobierno de Lázaro Cárdenas intentó sin éxito, dada la intensa presión estadounidense, legalizar el uso de algunas sustancias narcóticas. Y no sólo por el bajo potencial dañino de la mariguana, cuyos efectos son menos dañinos según diversos estudios científicos que otras drogas plenamente legales por años como el alcohol o el tabaco, sino porque termina con una política de criminalización de personas (consumidores habituales u ocasionales, por ejemplo) que no necesariamente son delincuentes.
Porque la “guerra contra las drogas” que fue literalmente “inventada” por el gobierno de los Estados Unidos a principios de 1970 con diversos fineses no del todo aclarados al día de hoy es objeto de un creciente escrutinio y rechazo por varias e importantes razones. En Holanda, por ejemplo, entendieron hace varias décadas que regular es mejor que prohibir y criminalizar sin que ello repercuta en la salud pública o la seguridad de la mayor parte de la población. En otros pocos países, señaladamente en Uruguay recientemente, también. Y es que no es aceptable, por ejemplo, el aumento exponencial de la población carcelaria en el mundo, igualmente en países productores o consumidores de drogas, en gran parte debido al encarcelamiento desproporcionado y en masa de minorías excluidas bajo leyes muy severas y sentencias exageradas. Así que en los pasados años se han venido documentando las enormes consecuencias negativas y los daños colaterales de las guerras militarizadas en el comercio ilícito de drogas, y los beneficios positivos que se derivarían de la redirección de los recursos públicos y privados a la prevención, reducción de daños y tratamiento para usuarios de drogas.
Así pues, los daños de la guerra contra las drogas y las pésimas políticas públicas del conjunto de los países del mundo han generado grandes impactos negativos de manera global: lo mismo duras políticas represivas en Asia, que gran corrupción y desestabilización política en Afganistán y el África occidental; inmensa violencia en Iberoamérica, epidemias de VIH en Rusia o una escasez mundial de medicamentos para el dolor al tiempo que prolifera la propagación de los abusos sistemáticos de los derechos humanos a lo largo y ancho del mundo.
De manera que la así llamada “guerra contra las drogas”, lanzada el siglo pasado a falta de mejor enemigo a la vista y sostenida inopinadamente hasta el día de hoy por todas las sucesivas administraciones federales estadounidenses, ha significado un estrepitoso fracaso en términos de pérdida de vidas humanas y retroceso social que han tenido un efecto claramente devastador para las sociedades del mundo. Esto es especialmente cierto para los países iberoamericanos en general y desde luego que muy particularmente para el caso de Los Estados Unidos Mexicanos, incluyendo un sostenido y serio impacto sobre muchos colectivos de personas involucradas en la producción, trasiego, tráfico y consumo de drogas, como son los agricultores pobres de las zonas serranas más apartadas que producen mariguana y heroína, lo mismo en Sinaloa, cuna del famoso Cártel homónimo, que en Michoacán o Tamaulipas. También por cierto en las regiones andinas de Colombia, Perú o Bolivia que producen coca; o en las regiones de trasiego en Centroamérica, donde los campesinos son empujados a la mayor pobreza por la erradicación de sus cultivos ancestrales o tradicionales; donde además se les obliga a unirse a las filas de los desplazados internos, de los desempleados y los subempleados en cada país; y lo que es peor: en literal “carne de cañón” de los cárteles trasnacionales del crimen organizado.
Luego está también el caso de los miles de personas que cometen infracciones no violentas relacionadas con el consumo o el tráfico de drogas y que son encarcelados durante largos años como resultado de políticas penales y penitenciarias desproporcionadas. Esto, más la violencia descontrolada, ha conducido a la conmoción social en regiones enteras de México y otros países, así como al cotidiano y generalizado abuso de los derechos humanos que casi lo ha “normalizado”. Piénsese por ejemplo en lo que ocurre actualmente en Honduras, El Salvador o Guatemala con el éxodo al norte de personas que huyen de la violencia de Las Maras hacia el norte, lo mismo que en el norte de Nuevo León y Tamaulipas que en grandes áreas de Zacatecas, Jalisco o Sinaloa; o en la misma Tierra Caliente en Michoacán y Guerrero, donde hay casi un estado de guerra no declarada entre las diferentes facciones involucradas en y con el narcotráfico.
Por otra parte, las actuales políticas y prácticas de las diferentes fuerzas de seguridad de todo orden, sean civiles o militares, conducen a una discriminación y maltrato de las personas que consumen sustancias ilegales, quienes frecuentemente se encuentran entre los sectores más marginados y estigmatizados de la sociedad.
Así, estos colectivos se ven sujetos a un amplio espectro de violaciones a sus derechos humanos, incluyendo prácticas policiales abusivas, negación de los servicios de salud elemental, pago excesivo de multas, confiscaciones infundadas o encarcelamiento por la simple posesión mínima de sustancias prohibidas, a menudo con sentencias penales desproporcionadas y excesivas que repercuten en el mal funcionamiento e hipertrofia de los sistemas carcelarios de los países, con personas privadas de su libertad por largos periodos que ni siquiera son violentas ni peligrosas. Esto es lo que la sentencia de la Corte pretende empezar a cambiar. Un pequeño paso para el Ministro Zaldívar, pero un gran paso para el país, dijo alguien. Y tiene razón.
@efpasillas