En efecto, esta semana celebro el segundo aniversario de esta columna. Lo dije hace un año, en el primer aniversario: la sal es un gran conservador. Más de una semana, he tenido dificultad para encontrar un nuevo tema, y no repetir lo ya dicho. Me ocurre sobre todo cuando una festividad se repite. No es mi arrogancia la que me impide escribir sobre algo ya tratado sino mi ignorancia. Es difícil agotar un tema, pero muy fácil agotar mi bagaje. Esto me impulsa a leer cosas nuevas, y a detenerme en temas que he dejado a un lado. Pasa como con la alacena de especias: unas se acaban rápido y otras se quedan ahí, momificándose, perdiendo el espíritu. Lo sé, algunas especias se usan en tantos diminutos. Además somos los hijos del salpimentar. Tememos sazonar con algo que no nos sea familiar o que podría marear nuestros sentidos. Acaso tendemos a ser cada vez más insulsos, más desabridos.
En esta etapa de vida ése es mi miedo: quedarme como esas especias olvidadas dentro de sus frasquitos, tomando humedad, oxidándose, perdiendo el aroma, la esencia, el alma. Estar destinada a regresar al polvo antes de tiempo, ser un no muerto. Sí, ser un vampiro culinario que le teme al fuego, al color solar de la naranja, la yema, el curry y la zanahoria. Ser un vampiro vegano resignado a chupar jitomates en ruedas y cuya mayor perversión sería arrojarse una fresa entera a la boca, con todo y rabito, como acto de osadía. Mi miedo no es fortuito, la verdad más de una vez me gana el silencio. No quiero escribir mi minuta ni quiero terminar mi novela. Ni siquiera quiero escribir una frase en mi estado de Facebook, porque me invade el silencio. Hay días en los que ya no tengo nada que decir. O bien, ya no quiero decir nada, porque las palabras pierden todo sentido.
Sí, tal vez me estoy convirtiendo en un vampiro come fresas, por ello, para celebrar, elegí este cuadro de Jacek Yerka, uno de mis pintores favoritos. Su “Jardín de fresas” bien podría ser uno de mis lugares felices: a donde huir de todo y de todos. Fresas en abundancia, perfectas, aromáticas, con toda la posibilidad de ser transformadas.
Eso es lo que a veces olvido: la posibilidad. A veces otros me la recuerdan. Me pasa con mi hijo menor, que hoy cumple 22 años. Él heredó mi gusto por la comida, eso estudia. En las últimas fechas, se mete en la cocina a repetir las recetas que aprende. Me resulta extraño porque lo veo en el lugar en el que he estado años. Me gusta y me desconcierta al mismo tiempo cuando la casa huele a horneado y yo no he estado frente a la batidora. Sin embargo, el aroma es doblemente disfrutable, porque no he guisado yo. Creo que cada quien crea un aroma en la comida. No importa si se ejecuta la misma receta, hay un aroma distinto, una tenue variación que, en mi caso, me ha regresado el antojo por los pasteles. Sí, se me antoja probarlos, y decidir si me gustan o no. Hasta he logrado decir que tal o cual me encantó. Estoy en el sitio en el que han estado mis hijos por años: esperando el pastel, esperando las galletas, esperando que esas migas se enfríen para comerlas. De alguna manera he recuperado algo; he reencontrado sabores, como si mi lengua fuera de niña otra vez.
Con el tiempo cada uno necesitamos a los otros para quitarnos lo desabrido. No se puede apagar del todo un hogar, eso sería morirse. Pero un poco de leña nueva no viene mal. Azuzar los rescoldos, recuperar las especias quietas que alguien olvidó en la alacena. Eso he intentado con la escritura, pero es una alacena más intrincada, que nadie ha visto, y a donde no puedo invitar a nadie. Escribir es un oficio solitario en el que ni siquiera el fuego me puede acompañar. Sólo las palabras mudas dentro de la mente que parecen no corresponder con el toc-toc del teclado.
Nada, no me importa ser vampiro come fresas, siempre y cuando, en los días de fiesta, pueda comerme unas rebanadas del Shortcake que hace mi hijo: un pastel esponjoso, con el dulzor justo y la acidez precisa que, seguro sin saberlo él, se ha robado el espíritu del cuadro de Yerka.
La cocina de esta casa siempre ha sido una parada en el camino, el mirador donde uno descansa para continuar la travesía. Ahí veo a mi hijo, esperando a los viajeros. Fresas para todos. Que sigan los pasteles y las minutas.