No, esto no es una felicitación ni una celebración. Tampoco es necesariamente una queja. Trata de ser una descripción y hacia el final una evaluación. La filosofía pierde peso social y la culpa no es de los burócratas de la Secretaría de Educación Pública, de los medios de comunicación, tampoco lo es del clima cultural del país: la responsabilidad es de los filósofos.
En primer lugar, algunos filósofos se han vuelto -como sugería Carlos Pereda- fieles administradores de un changarro de pensamiento. Pasan su vida leyendo a Aristóteles, Kant, Nietzsche, Heidegger, o -de manera más lastimosa, quizá- a Dussel, Beuchot o algún otro pensador menor con tintes nacionales. Han vuelto a la filosofía un departamento adjunto a los departamentos de historia: se enseña historia de las ideas, rara vez filosofía. No sólo eso: esta actitud muestra pereza intelectual y contiene un halo de irracionalidad. Recuerdo haber contado este chiste a alumnos de nuevo ingreso a la licenciatura en filosofía: imaginen a un sujeto que decide -en el más terco y absurdo pensamiento desiderativo- dedicar su vida entera a averiguar qué quiso decir cierto filósofo del pasado que no tuvo la delicadeza de comunicar claramente sus ideas. Sigamos imaginando en vena tolstoiana: poco antes de morir sus esfuerzos rinden fruto, entiende por fin al pensador al que ha dedicado su vida y lecturas. Pero sucede algo lamentable: se percata, después de entenderlo, que el susodicho estaba equivocado. En la más cruda de las tristezas, nuestro historiador de las ideas muere en su lecho decepcionado. ¡Ha dedicado su vida a tratar de entender y a administrar la sucursal del pensamiento de un filósofo oscuro y equivocado! C’est la vie.
La filosofía, al igual que cualquier otra ciencia natural, guarda una relación tensa con su pasado. La historia de las disciplinas, en el mejor de los casos, sirve sólo para motivar el pensamiento presente. Surgen nuevas preguntas y muchas otras permanecen sin una respuesta definitiva. Pero leer filosofía del pasado sólo es un primer escalón: uno que podría ser ascendido con un par de semestres pintorescos de historia de la filosofía. No más. Nuestros alumnos salen de la licenciatura creyendo (motivados por sus maestros) que deben elegir a un filósofo y dedicarle su vida; incluso le son más fieles que a sus parejas o amistades. Rara vez piensan los problemas alejados de sus lentes elegidos y pocas veces se preocupan más por el problema y su respuesta que por lo que haya dicho su ídolo existencial.
La filosofía debe ser pensamiento fresco e innovador, debe romper esquemas más que perpetuarlos, debe abordar cuestionamientos suficientemente abstractos que los científicos dan por supuestos en su trabajo diario. Los filósofos debemos ser más humildes: nuestra disciplina es la madre de las ciencias sólo en un débil sentido histórico. Ahora, los filósofos no estamos ni por encima ni por debajo de los demás científicos: pero podemos estar a su lado. Para lograrlo, requerimos dejar de lado nuestros vicios de profesión: la reflexión como algo exclusivo del sillón y no del laboratorio, la ignorancia científica, la oscuridad como una estrategia para parecer profundos, el desinterés por problemas que nos aquejan en el día a día…
En segundo lugar, muchos de mis colegas se piensan lo suficientemente divinos como para abordar y preocuparse por los problemas y particularidades de nuestro presente. Piensan que la filosofía no debe ensuciarse en el pantano de lo contextual y circunstancial. Así como se han alejado de la ciencia, se han alejado de los problemas de interés público. Nuestros filósofos ya no son intelectuales. No saben ciencia, pero tampoco leen literatura ni diarios. Problemas como la pobreza, la inequidad, la desigualdad, la corrupción y la violencia no forman parte de su agenda. Lo cierto es que son estos problemas quizá los que requieren mucho mayor atención por parte de los filósofos. No nos quejemos después de que las autoridades correspondientes deseen desterrar a la filosofía de los bachilleratos: lo que se enseña se suele enseñar mal, y aunque se enseñara bien sería poco pertinente para nuestro presente.
Confieso que descreo de los cumpleaños como días de celebración: los pienso, más bien, como momentos para la reflexión. Todos los años trato de dedicar el día de mi cumpleaños a hacer un recuento y una evaluación de mi propia vida. De la misma manera, pienso que el Día Mundial de la Filosofía no debería ser un día para celebrarnos (incluso, por lo que ya han leído, pienso que no hay mucho que celebrar). Por el contrario, deberíamos reflexionar sobre la situación de nuestra disciplina, la cual pierde peso social y la culpa no es más que nuestra. No veo nada halagüeño nuestro futuro como filósofos, pero todavía hay tiempo (no mucho) para corregir el rumbo. Al menos, es ésa mi esperanza.
Estoy de acuerdo con la exhortación a que la filosofía no abandone la reflexión sobre la cotidianidad y el mundo contemporáneo. Sin embargo, percibo una irreflexiva crítica a la historia de las ideas; no entiendo la razón de peso que dictamine su tratamiento como un signo de pereza y un halo de irracionalidad. Inclusive la historia, como disciplina, se ha volcado a la filosofía; lo que también me hace pensar que en tu sugerencia de hacer la filosofía más actual pasas de largo que, hoy día, la interdisciplinariedad ofrece elementos interesantes para interpretar los eventos de la actualidad. Así pues no estoy de acuerdo con tu lectura de ver la historia de la filosofía como un ejercicio erudito para siempre darle la razón a quien se estudia.
De nuevo, estoy de acuerdo que se encomie a hacer de la filosofía un ejercicio que no pierda los pies del contexto actual. Para terminar, creo existen vías para congeniar la historia de la filosofía con, por decirlo así, _la verdadera filosofía_.