Hace unas semanas enfermé de las vías respiratorias, el doctor me recetó un jarabe para el asma bronquial. Obsesivo como soy, proclive al vademécum, le pedí la solución antes que el nombre de alguna patente. Pregunté en una farmacia Benavides cercana a mi casa: 600.00 pesos; me ofrecieron una opción más económica (450.00) pero yo debía transportarme unos kilómetros a otra sucursal, no tenían repartidores a esa hora. Opté por esperar. Al día siguiente fui a una farmacia Guadalajara: 38.50 pesos. El mismo medicamento. Quedé abrumado por la situación. Imaginé a un padre de familia desesperado por los episodios de tos severa de su hijo, sin más remedio que dejarlo así o comprar una medicina cara que lastimaría profundamente sus finanzas de la quincena. Pensé que el gobierno debía controlar los precios de los medicamentos. Sé que corro el riesgo de sonar intervencionista, pero mi idea de un Estado mínimo, lo he escrito en varias ocasiones, implica la garantía de salud, educación y seguridad.
Soy un hombre perfectamente integrado con la idea del capitalismo. No me escandaliza en lo mínimo que alguna figura política use vestidos de cientos de miles de pesos o bolsas que valen más que mi auto. Digo esto dando por hecho que su ingreso económico comprobable y legal dé para ésos y más gustos. No me parece obsceno que un turista se pasee con unos tenis de miles de pesos entre indígenas con sandalias. Las diferencias económicas no me parecen un problema. En primer lugar porque entiendo perfectamente que puede haber distingo entre ingresos: incluso en un país primermundista el prestigiado cirujano debe ganar mucho más que el barrendero. El barrendero no tiene para comprarse ese vino exquisito, pero no muere de hambre. Por otro lado, probablemente la responsabilidad del barrendero no se compara a la del cirujano: fallar en el trabajo es indeseable para ambos, pero sólo uno hace diferencia entre la vida y la muerte. Finalmente, está el asunto de la aspiración: tal vez alguno quiere trabajar el doble o el triple, porque le parece importante tener un auto del año siempre, el otro no. Un mundo desigual no me parece terrible. Me lo parece un mundo injusto, un mundo no humanista.
Esta semana se homologó el salario mínimo en todo el territorio nacional: 70.10 pesos por jornada, lo que equivaldría a la zona A generalizada. El artículo 90 de la Ley Federal del Trabajo dice: “El salario mínimo deberá ser suficiente para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos.” Setenta pesos y diez centavos para lograr esa noble meta. ¿Cómo se cubre lo material con setenta pesos y diez centavos al día en un país donde un kilo de frijol cuesta $20, un litro de leche $13 y donde el huevo hace unos meses llegó a venderse a $40 por kilo? Entrar al grano fino de las necesidades sociales y culturales no tiene ni caso, porque podríamos poner a discusión si los libros, la entrada al teatro o al cine, son realmente necesidades.
En plena revolución industrial, Adam Smith contribuyó de manera decisiva al cambio de canon económico en el mundo: el laissez-faire se popularizó y desde entonces buena parte del mundo estuvo de acuerdo acurrucarse en una cuna mecida por la mano invisible del mercado. Dos siglos más tarde no podemos sino aceptar, ante la prosperidad de las naciones que Smith tenía razón en que el mercado podía autorregularse, y que lo que puede comercializarse debe hacerse sin restricciones. El punto esencial de mi interés radica en lo que no puede -o no debe- comercializarse. ¿Deben, por ejemplo, los medicamentos seguir la misma lógica que los zapatos deportivos? ¿Debe permitirse que el kilogramo de huevo pueda subir según la lógica del mercado más allá de la mitad del equivalente en pesos de una jornada laboral? Pondero que no. Porque el hambre, la desnutrición deberían, igual que los medicamentos, ser tratados en la semántica de la salud. Sí: la pobreza es un problema grave de salud. Y mientras se libran batallas contra el narcotráfico en un país donde las drogas no son un problema de salud pública, los precios de la canasta básica no concuerdan con el salario mínimo, que, a todas luces no cubre, sin usar siquiera epítetos como digna, la posibilidad de una vida funcional y sana.
El mercado seguirá prosperando, creo yo, porque aún si se fijara una taza de precios para la canasta básica para mercados, tiendas y autoservicios, podrían seguirse vendiendo huevos tibios de gallina feliz en los restaurantes pepones donde los clientes paguen felizmente una pieza al precio de dos o más kilos. Sé que la idea no está exenta de problemas y crítica. ¿A dónde la libertad del consumidor, la posibilidad de la aspiración? ¿No valdrá la pena sacrificar una parcela de éstas en beneficio de vidas humanas? Lo exponía bien mi amigo Mario Gensollen: si no hubiera clínicas particulares, los ricos perderían la oportunidad de retozar en amplias camas mientras ven televisión satelital en pantalla de plasma durante su convalecencia, pero ganaríamos el hecho de que no haya incentivos para que los mejores médicos vayan a trabajar al servicio del sector más privilegiado. Ganaríamos que la salud no sea un producto con el que puede comerciarse.
Charles Darwin quedó fascinado al leer a Adam Smith porque de pronto encontró la descripción de un sistema que se autorregulaba, que podía establecer reglas, que permitía una competencia y que generaba selección en beneficio del sistema mismo sin que el hombre interviniera. No dudó en tomar la estructura para su teoría de la Selección Natural. Por otro lado, pensaba que Smith había encontrado un modelo genial pero que se había equivocado en algo: sólo la naturaleza puede autorregularse, porque un sistema económico siempre tendría al hombre vigilante, presto a intervenir cuando las consecuencias de esa competencia fueran en detrimento del hombre mismo, porque el modelo no es más importante que el hombre, sino que debe servir al hombre; y porque tenemos sentimientos éticos. Pero hace rato que realmente nos quedamos dormidos en la cuna.
/alexvazquezzuniga