Mundos ajenos en este mundo toman el nuestro. Están basados en el lugar donde vivimos, lo crearon hombres como nosotros pero al final es distinto, ajeno, imposible e incompleta; una realidad paralela que corre asiéndose de las faldas de la nuestra pero en cualquier momento puede caerse, quedar enterrada en el polvo. Y los puentes para visitarla están ahí, a nuestro alcance, sólo hay que empujar un poco la puerta o abrir una ventana y lo que era invisible dejará de serlo. Dichos mundos son Juegos de Realidad Alterna (ARG, Alternate Reality Game, en sus letras gringas y, si alguien ha hecho la tarea en castellano, JRA). También se les llama Juegos de Realidad Aumentada. Me gusta este último adjetivo, slogan: porque una realidad no es suficiente.
Este tipo de historias usan un puente (como un celular) para comunicar al jugador con la narrativa. La narrativa afecta al mundo real (lo usa para esconder pistas, trofeos) y el jugador se convierte en un actor que manipula ambos mundos: el suyo y el de la realidad alterna.
Ingress, por ejemplo, usa los mapas de Google y los usuarios, mientras viven entre mirar la pantalla y descubrir los detalles de su propia ciudad (o su propio pueblo), pueden descubrir portales que suelen estar ocultos en monumentos, grafitis, templos, fuentes o estatuas. El jugador modifica y camina en ambas realidades. El objetivo noble de Ingress es que el usuario, aun si está sumergido en el juego, mueva las nalgas y pasee por la ciudad para que la conozca y se apropie de ella a través de estos portales metafísicos. Otro objetivo es entrarle a una comunidad (Ingress divide a los equipos en verdes y azules) y como niños perdidos en una isla, recibir una bienvenida con los brazos abiertos a cambio de que te portes bien, hagas tus tareas y reconozcas que en el mundo virtual también hay niveles. Así, de pronto, el juego se adueña de una porción de tu vida al descubrir que ya formas parte de un pequeño ejército.
Ingress tiene su propio canal de YouTube. Es alucinante. En el último programa, se despiden de uno de los jugadores más viejos (en edad y en posición) de Ingress. Murió dos vidas. Después dan una lista de las pequeñas facciones y cómo han tomado, e iluminado de un sólo color, Europa, Asia, América. Algunas veces los jugadores de ambas facciones se ponen de acuerdo y en vez de tomar posesión de un continente, o una ciudad, o un pueblo, aprovechan los portales como vectores y con ellos ilustran sobre nuestro mundo. Flores azules y verdes sobre los cielos de la Tierra. Quizás unos alienígenas con capacidad de ver estos puntos irreales, estos pedazos de ficción digitales, aprecian y se maravillan con las efímeras obras de arte que hacen unas cuantas hormigas. Quién sabe.
Pensar en realidades aumentadas, para mí, siempre ha sido una difícil. Un paso que antecede a la locura. La forma pronta para pasar de Quijano a Quijote. Me gustan pero temo que, con un empujón, sea fácil ya no regresar. El temor a la verdad (o a una falacia atrayente): que una realidad aplastante, brillante, hermosa y cruel como la nuestra no sea suficiente para mantenernos atados, cuerdos, con los pies sobre la tierra; me parece una señal de algo que todavía no puedo desmenuzar. Un libro es un libro, sí, también nos ayuda a abstraernos pero, los mejores, revelan verdades ocultas, casi insignificantes, sobre nuestro mundo físico o sentimental. Los libros correctos pueden ayudarnos a vivir. ¿Cuál será la revelación de una realidad aumentada?
Me gusta jugar Ingress. Mi experiencia ha sido interesante. Gracias al juego, esa realidad alterna, he recorrido pequeños recovecos de Cholula que no sabía exactamente dónde estaban, o que se me habían perdido. Callejones que sólo había visto mientras estaba borracho, o perdido, o vacío. Ahora sé cómo llegar caminando a ellos. Sé por qué están ahí y a quién pertenecen. Sé dónde están las vírgenes, los templos discretos, las fuentes donde algunos enamorados se besaron. De un modo curioso, he dejado de ser un extraño para convertirme en un ciudadano y un navegante. Quizás, la diferencia primordial entre leer y tener los ojos a la pantalla, es que el libro podemos cerrarlo. Todo el tiempo está pasando: al dormir, cuando cae por accidente o cuando llegamos a un final inevitable. La pantalla estará encendida hasta que una maquinaria compleja e infeliz se rompa y nos libere a todos de sus comodidades, sus maravillas y sus desgracias. La pantalla, quizás tememos decirlo, es inmortal por lo fácil que es reemplazarla pero de los libros tenemos que despedirnos todo el tiempo. No sólo al cerrarlo sino cuando la humedad, las polillas o algún ladrón se lo tragan.