Pulgar. Sí, todos saben que existen videos sobre cocina en la red, de diversos países, amateurs y profesionales. Pero dentro de esta categoría, también están los videos de comida miniatura. No me refiero a la que ya he citado en estas minutas, sino a la confección de comida miniatura: sazonada, frita, hervida sobre cocinitas, sartenes y woks del tamaño de un dedal, donde los dedos, que se antojan de una bordadora menean cucharitas, palas y pinchos.
Índice. Hace unos días, estuve con amigos cercanos. Uno de ellos vio por vez primera uno de estos videos: la preparación de unos hot cakes miniatura. Exclamó, ante mi sorpresa, un “tiene unas manos muy bonitas”. Sí, se refería a la cocinera, invisible ante la cámara. La escena del video es un primor: el giro del mini hot cake para mostrarnos su cara dorada es único. Todo es bonito: el sartén, la palita, hasta la resolución. Vacilamos un poco a nuestro amigo, como solemos hacer, por no poner atención a la redondez esponjosa del panecito y sí a la belleza de unas manos.
Corazón. Es curioso, aunque los videos de “cocinando miniaturas” parecieran una novedad, no lo son en verdad. Me han hecho recordar a mi abuela quien me contó, más de una vez, cómo sus hermanas y ella hacían fuego en anafres de juguete sobre los que colocaban cazuelitas de barro, y luego se dedicaban a buscar huevitos en los árboles para hacer la merienda del juego. Recuerdo su sonrisa y esa mirada por instantes iluminada que supongo eran el vestigio de los ojos que tuvo en la infancia. Sí, se autoenjuiciaba, a ella y a sus hermanas, por provocar aquel exterminio de gorriones o tortolitas, inconscientes, como lo son los niños, a veces, bajo el ojo avispado del adulto. Recuerdo su relato y cómo movía las manos repitiendo los movimientos pequeños: la presión entre las yemas de los dedos que parecían cascar de nueva cuenta los fantasmas de aquellos huevos pequeños y sostener la cazuelita, mientras soplaba el anafre.
Anular. Lo admito, como mi amigo, yo también contemplo las manos. Las de hombre. Encuentro un oscuro placer en verlas para descubrir las que yo considero bellas: parecidas a las esculpidas en mármol, con cierta distribución, grandes, cuadradas, nunca flacas, mi propio cliché de unas manos masculinas. Pero nunca observo las manos que cocinan, acaso por hartazgo de las propias. Las mías, que he visto sin ver durante años, picando cebolla, enrollando, espulgando, pellizcando, amasando, sosteniendo utensilios, y corriendo una y otra vez para agitarse bajo el chorro de agua. Las mismas manos que veo sin verlas mientras tecleo esto, ahí, siempre en una especie de segundo plano; ellas, que en realidad hacen lo que creo que yo hago, mis personajes más constantes, más masculinas que las hermosas manos de ese video que vi con mis amigos cercanos.
Meñique. Las fotos de comida miniatura suelen estar acompañadas de algún elemento a modo de referencia, para mostrarnos la pequeñez. En los videos son las manos del cocinero en turno las que muestran la dimensión verdadera de esas cocinas ambulantes y de esos platillos prontos a prepararse. Las manos parecen diseñadas para mostrar la fragilidad de las cosas; conocen la brevedad, lo efímero, porque ellas son las que en realidad observan, ven sin ver, vía el tacto. Uno lo sabe. Cuando cocinamos, muchas veces no vemos con los ojos, para ver con las manos: ese horizonte que nadie puede reproducir en un cuadro ni una foto ni en video; tampoco con las palabras, aunque sean las mismas manos las que traducen en el teclado cada enunciado de lo que aquí escribo. Imagino que ese horizonte en verdad está dibujado en las líneas de las palmas. Bien dicta la quiromancia: ahí está escrito el pasado y el futuro. Esos horizontes personales que cuesta tanto traducir. En fin, las manos me apuran y quedan pendientes otras para la próxima minuta.