Manos (2/2) / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Conforme avanza la tecnología, la precisión es cada vez más imperante. Para cualquiera hablar de nanología ya no es una historia de ciencia ficción. Desde hace tiempo, los milímetros han dejado de ser la medida más precisa. Calibramos, ajustamos, compensamos, regulamos. El mundo pareciera la mesa de un alquimista del futuro sobre la cual los ingredientes bien medidos, con precisión al fin, nos llevarán a contemplar, al fin, la gran obra. La cocina no se salva, como es el caso de la repostería: más nos vale medir la levadura, la harina y los líquidos so pena de ser testigos del hundimiento irrevocable de un pastel al hornearlo. Además, están las recetas secretas de ciertos productos que mantienen vigente una marca, y que se resguardan como si la vida se fuera en ello. Y a modo de cereza del pastel, basta mencionar la cocina molecular.

Podríamos decir que la precisión es uno de tantos sinónimos de lo civilizado. Por ello cualquier medida antropomórfica nos parece salvaje, primitiva, casi aberrante. Nadie mediría la estructura de un cohete en palmos, nadie se atrevería a preparar el concentrado de un refresco de cola contando manojos, tampoco haríamos una aleación agregando pizcas de metales en polvo.

Sin duda la percepción primera del mundo nos llega vía los ojos, pero son nuestras manos las que nos indican que el mundo está ahí, dispuesto a ser asido. Tomar, sopesar, apretar, exprimir, sofocar, manipular. Sí, la precisión bien podría ser el leitmotiv de la civilización, aunque no sólo contiene un lado luminoso. Es el otro, el oscuro, el que esconde la barbarie, que nunca se desvanece del todo. Acaso es lo que nos recuerda que somos simples mamíferos: animalitos de la naturaleza, sólo buenos o malos por ser humanos. Porque podemos causar dolor con precisión o hacer volar por los aires determinado metro cuadrado del bando enemigo. Podemos aterrorizar con precisión, dar el manotazo directo, atinado, firme, a lo que consideramos plaga, aunque sea de nuestra propia especie.

Pero hoy elijo no ver ese lado oscuro y mejor maravillarme ante la precisión del cirujano quien, gracias a la tecnología, puede suturar una vena; sí, minúscula, frágil, escondida, en contraste con el hilo burdo que sostenía los primeros botones de hueso de las primeras prendas.

A veces creo que esta precisión nos reta a traducir lo que sólo las manos conocen. Como cuando hacemos albóndigas: es la palma la que sabe, por peso y forma, cuánta carne se necesita para hacer una albóndiga perfecta, y duplicar la proeza una y otra vez hasta llenar una olla de salsa de jitomate: como si fuéramos dioses creando planetas idénticos en un universo aromatizado con clavo, canela y chipotle. La única manera de transmitir este conocimiento ocurre cuando la mano del aprendiz escucha lo que nuestra mano sabe; o bien al usar una báscula y pesar esa porción, que sabemos no tiene desperdicio, para registrar su gramaje. Lo mismo ocurre con el manojo de cilantro necesario para la salsa verde perfecta o la pizca de nuez moscada que hace único un buen puré de papas. Pesamos con precisión para registrar lo que las manos saben, pero olvidarán todos cuando estén muertas.

Tal vez la precisión es en realidad el intento desesperado de persistir, ser, sobrevivir, inmortalizar. En ella se oculta la arrogancia de la civilización quien, avergonzada, intenta minimizarla al hacer todo destruible, pasajero y desechable, como en verdad somos todos: así, finitos en la mano de un dios que se cansa de sostenernos y se limita a manotear y sacudirse las manos para reanimarse.

 


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