Un indicador del grado de deterioro en la calidad de la esfera política de los Estados Unidos, o al menos una franja amplia de ella, es la necesidad de tomar en serio las aspiraciones presidenciales de alguien tan obviamente descalificado para el puesto como Donald Trump.
Sus exabruptos -o lo que él entiende como sus convicciones o, más hilarante aún, como sus propuestas- no pasan de ser una folclórica mezcla de ignorancia, prejuicios raciales y misóginos, y rencores no disimulados, sazonada por una arrogancia incontinente…y, sin embargo, de algún modo estos respingos deben atenderse ya que, por más que parezca incomprensible, no dejan de entusiasmar a no pocos votantes y, al menos por hoy, tiene al Sr. Trump como un serio candidato para obtener la nominación republicana a la presidencia.
La candidatura de Trump se ha apoyado en una narrativa que, a pesar de ser falaz, sino es que simplemente idiota, no deja de ser atractiva para muchos oídos. De acuerdo a Trump, una parte no despreciable de los más severos problemas que tiene los Estados Unidos (como, por ejemplo, el desempleo y el crimen) tiene su origen en la ineptitud (o complacencia) del establishment de Washington para evitar, entre otras cosas, que los gobiernos mexicanos sigan enviando (con propósitos más que malignos), a la peor escoria social que, como todo país tercermundista que se respete, somos capaces de generar en proporciones casi infinitas.
En Trumplandia, hoy la grandeza y avance de su país están amenazados por esos millones de migrantes mexicanos y latinos que día a día cruzan la frontera sin más propósito que apoderarse de su riqueza, robarles los trabajos a los obreros y agricultores americanos, malgastar los recursos públicos de educación y seguridad social, delinquir siete días a la semana y, en sus tiempos libres, violar a todas las americanas que se les pongan en su camino.
En esta narrativa, el Sr. Trump se ha auto-adjudicado el papel de héroe, de un héroe que, con o sin el apoyo de los partidos políticos pero, sin duda, con el de la mayoría silenciosa, es capaz de imaginar y ejecutar la solución a estos problemas: por un lado, cerrar la frontera, edificar una enorme muro fronterizo y hacer que los mexicanos paguen por ello y, por el otro depurar los usos y costumbres del establishment de Washington, sino es que establishment en sí mismo.
¿Es una narrativa idiota? Sí. ¿Cínica? También. ¿Simplista? En demasía. Pero de esa simplicidad, de esa idiotez cínica, es que esta narrativa desprende parte de su efectividad: para lo lógica populista que la rige nada como tener a la mano uno o dos chivos expiatorios, unos sujetos sociales y políticos a los cuales endosar la responsabilidad de ese malestar que clama soluciones y resoluciones.
Y esos chivos expiatorios son, por definición, los Otros, los que hemos de excluir (los migrantes) y los que nos han excluido (las élites políticos). Son ellos los culpables, los responsables últimos de aquellos males sociales que se temen pero no se comprenden, de aquellas catástrofes económicas que se padecen pero cuyo significado no se alcanza a descifrar, de aquellas disfuncionalidades políticas que se desprecian sin entender sus causas e identificar sus verdaderos responsables. Ante la angustia de lo incomprensible, ante el desencanto de la política y los políticos, el opio del populista y del demagogo es siempre el Otro.
Bajo esa premisa, el lenguaje de Trump no pueda ser el de la política. Trump no aspira al diálogo sino a la imposición; no quiere persuadir ni convencer, sino impresionar e intimidar. No necesita promover ideas, políticas o acuerdos, sino azuzar prejuicios, fantasear fugas hacia adelante y anunciar desagravios disparatados. No apela a nada que no sea los temores, los prejuicios y el resentimiento de clase de sus ciudadanos. Su retórica, su forma de hablar y gesticular son las de un jefe de pandilla de barrio, las de un macho alfa de un clan al que ve agraviado y amenazado.
Su liderazgo, entonces, se pretende prepolítico o antipolítico. Como todo populista, Trump, y los correligionarios que le acompañan parecen tener la misma impresión, se ve a sí mismo como un líder que necesariamente emerge fuera de las esferas de la política, como un líder cuya fuerza moral y política se promulga como resultado de su distancia de los pasillos y salones del establishment. Su promesa es no solo satisfacer los instintos xenofóbicos de su clan sino, más ambicioso aún, depurar de incompetentes, corruptos y elitistas a las esferas del poder público.
En este sentido Trump es el hijo bastardo de las nupcias de la disfuncionalidad política inducida deliberadamente en los últimos ocho años por los republicanos con el populismo de derecha que revigorizara en estos mismos años el Tea Party.
Con todo, el estilo y el contenido del discurso de Trump no son nuevos. Corresponden, punto por punto, a las características que hace ya más de cincuenta años el historiador Richard Hofstadter, identificó como propias de lo que llamó el “estilo paranoico de la política americana”: 1. una decidida propensión hacia la exageración acalorada, 2. el uso y abuso de fantasías conspirativas, y 3. un profundo recelo y desconfianza hacia los demás, hacia los Otros.
Este estilo paranoico de la política, más que un estado de perturbación mental, es un modo de ver el mundo y también una forma de expresarse y ubicarse ante él. De ahí que, en este universo de paranoia, se le dé similar relevancia al contenido de las creencias u opiniones que a la manera en que estas se presentan, se difunden, se inscriban en la plaza pública.
No sorprende, por ello, que el Sr. Trump confíe tanto en sus gestos y desplantes, en sus inflexiones y tonos vocales, en su presencia de ejecutivo de Hotel de Cinco Estrellas, y desde luego, en su más que enfática y antipática cabellera, para mostrarnos la justeza de su ira, la fuerza de su misión redentora, el vigor de sus eventuales convicciones, la solidez de su autoconfianza. El Sr. Trump es, entonces, la encarnación posible de un manual de autoayuda y la última y más exitosa versión del pensamiento positivo.
La popularidad de Trump y la posibilidad de que dispute la presidencia a la Sra. Clinton, no nos dicen nada que se ignorase del Sr. Trump, pero si son hechos muy reveladores del estado que guarda hoy la política de su país como de la renovada vigencia y actualización del “estilo paranoico de la política americana”, estilo que condensa y explica muchos de los malestares sociales, culturales y políticos que han definido en mucho -y sigue definiendo- la trayectoria histórica de los Estados Unidos y de su relación con el mundo.
Las similitudes del discurso Trumpista y el Hitleriano son más que evidentes y sorprende que nadie lo haga notar. El resultado, como es de esperar, podría ser el mismo que tuvo en Alemania y Europa, pero en lugar de darse en una nación altamente desarrollada pero no destacadamente, esta vez en América y a partir del país más poderoso del mundo, militar y económicamente hablando, lo cual le da una dimensión muy distinta a todo el asunto.
El sostenimiento de grupos como el Tea Party y ahora la candidatura de Trump da cuenta del grado de decadencia norteamericana, no sólo de su clase política sino de la sociedad entera.