Por Manuel R. Millor Mauri
En el presente, los procesos de globalización e interdependencia están dando lugar a un nuevo concepto de empresa, más allá de la diferenciación entre empresa pública y empresa privada, y entre empresa nacional y transnacional.
Las diferencias tajantes entre estas categorías se manifestaron en otros contextos de operación, circunscritos por intereses de facción o grupo, por motivaciones ideológicas, por carencias de infraestructura, por limitaciones de iniciativa, o por restricciones de mercado.
Hoy en día, nada es estrictamente “nacional” o “transnacional,” o “público” o “privado.” Por imperativos de eficiencia administrativa, de optimización de recursos, de innovación tecnológica, y de viabilidad ecológica, se entrecruzan las vías o medios de operación y expansión de las empresas.
La nueva empresa moderna es, de hecho, el vínculo funcional entre los procesos de regionalización y globalización, y entre los intereses públicos y privados. Los trasciende, los sintetiza, los integra, de forma tal de tratar de que no sean ya antagónicos, sino complementarios. Todo, bajo una premisa fundamental que, sin embargo, a menudo no se cumple: en tanto sus operaciones beneficien a la colectividad, no sólo nacional, sino global, la empresa es viable, desde un punto de vista no solo utilitario, sino integral.
La nueva empresa moderna ha surgido como resultado del reconocimiento, por parte del Estado, de sus limitaciones como administrador y gerente. Pero, al mismo tiempo, de la aparente aceptación de su responsabilidad como agente de equilibrio y concordia social. A partir de este hecho, la empresa privada podría desarrollarse con extensas posibilidades, pero sólo si es que acepta también su desempeño como promotor del bienestar social. Pero esto está todavía por verse.
El politólogo y sociólogo estadounidense Alan Wolfe (1942-), en su libro La Ciencia Social y su Obligación Moral (1991), argumenta que la modernidad es el producto de la acción conjunta del Estado y el mercado. El meollo del asunto, sin embargo, radica en cuál debe ser la amplitud y cuáles las características del papel del Estado. O, más bien, en su rol como factor de equilibrio y “compensador” de las fuerzas sociales.
En la mayoría de los casos, el Estado ha reconocido la necesidad de recomponer sus funciones y obligaciones, y disminuir el rango de su injerencia. El escritor británico Paul Johnson (1928) señala que desde la década de 1980 la mayoría de los gobiernos se encontraban tratando de reducir el Sector Público y expandir el Sector de Mercado de sus economías. Por su parte, en su libro La Ventaja Competitiva de las Naciones (1985), el economista estadounidense Michael Porter hace hincapié en la competencia, como el elemento clave que posibilitó la revitalización del modelo de mercado, y como la vía para el éxito económico de las empresas y las sociedades. La competencia, dice, es de hecho el motor impulsor de una economía abierta. Pero, para conseguirlo, las empresas y las sociedades mismas deben renovarse repetidamente. Otra versión contraria a la anterior es la de Marx, quien sostuvo que el verdadero motor impulsor de la sociedad y la economía es la lucha de clases.
“Una economía de mercado…” afirma Lester Thurow (1938) en su libro Head to Head (1993), “…requiere de la competencia entre diferentes propietarios. Esto no significa que el Estado no pueda poseer algunas empresas… pero sí significa que los gobiernos no pueden poseer todas las empresas.” De esta manera, la empresa pública tiene que recurrir a nuevos esquemas operativos y de financiamiento; y la empresa privada, y ojalá esto no sea un mero “wishful thinking,” i.e. “pensamiento ilusorio,” debe trascender el objetivo de la ganancia per se como justificación única de su existencia.
De este “encuentro” entre las empresas públicas y privadas, deberían surgir empresas de servicios públicos que sean redituables o, al menos, que cubran sus gastos de operación y mantenimiento; y empresas privadas que se involucren, tanto por consideración de su “imagen,” como de consolidación de los mercados, en los procesos de mejoramiento del bienestar social y los niveles de ingreso de los grandes sectores de la población. “El capitalismo desbocado…,” dice Thurow, “…genera niveles de desigualdad de ingresos que son inaceptables.” Ambas, la empresa pública y la privada, precisan trascender los cálculos a corto plazo y, en su lugar, instaurar estrategias globales de permanencia y equilibrio.
A fin de cuentas, como afirma Neil Postman (1931-2003) en su libro Technopoly: The Surrender of Culture to Technology (1993), en buena medida la tecnología ha desplazado a la escuela, la iglesia y la familia, que eran filtros para el fenómeno de la masificación: la sociedad mundial es cada vez más uniforme. Y la empresa moderna, por imperativo de supervivencia, debe responder al nuevo entorno operativo.
Así, la nueva empresa moderna se constituye como conexión crítica, y vínculo operativo, entre los contextos de operación público y privado, nacional y transnacional. Y como potencial motor del desarrollo.