Los partidos políticos son entidades de interés público, porque así lo dispone la Constitución nacional en correspondencia a dos responsabilidades democráticas esenciales: 1) la labor pedagógica para la democracia; y 2) la vía para que todo ciudadano realice su propósito político de elegir y ser elegido. Ello asegura legitimidad y orden jurídico para que la República democrática cumpla sus fines de seguridad, progreso y paz social.
En sus inicios, en Atenas, la democracia se ejercía de forma directa. Los ciudadanos de la polis acudían a la Asamblea a deliberar sobre los asuntos públicos. Si bien en nuestra nostalgia solemos ver a esta democracia primigenia con cierto grado de perfección, habría que recordar que sólo un porcentaje reducido de atenienses eran considerados ciudadanos y tenían derecho a voz y voto.
Con la fundación de la República romana nacen las primeras formas de representación ciudadana. Primero el Senado, y a los pocos años, surge la figura del Tribuno del pueblo (la plebe), quien tenía la facultad de defender los derechos de los sectores populares en el Tribunado. Se configuró así el primer sistema institucional de contrapesos.
A partir de la Revolución Francesa, los sistemas democráticos han ido evolucionando y haciendo más complejo su sistema de equilibrios y representación. Los partidos políticos modernos surgen de la disputa democrática de las clases sociales por el poder. Parten de la necesidad de representar los intereses del pueblo, organizado en sindicatos y movimientos sociales. Esencialmente germinan como organizadores de la colectividad y defensores de la justicia social, de las causas y los ideales legítimos del pueblo. Por esta vía, los movimientos obreros lograron la universalización de los derechos políticos, otrora reservados a la aristocracia y a la nueva clase económicamente dominante: la burguesía.
Desde finales del siglo pasado, la globalización económica impuso una lógica de disminución de la capacidad del Estado para incidir en muchas decisiones que anteriormente las tomaban las instituciones democráticas. El mercado, controlado por pocos, desplazó en diversas áreas al sistema de representación de los más. Sobrevino el debilitamiento del Estado nacional, la disminución del peso específico de sindicatos y organizaciones gremiales en el entramado económico y social, el consecuente desclasamiento de los partidos políticos y la aparición, por tanto, del ciudadano independiente, desligado de partidos y asociaciones de clase o gremial, lo que a su vez dio comienzo a la crisis de representación y legitimidad de las instituciones hasta entonces reconocidas como pilares democráticos. Las nuevas tecnologías contienen un gran potencial democratizador, pese a ello han jugado un papel crucial atomizando a la sociedad y propagando la hegemonía del mercado.
Este profundo reacomodo sociopolítico ha implicado el desmesurado fortalecimiento del poder económico, el cual impone su propia ideología, sus valores y su ética de los negocios, al resto de la sociedad, que ya atomizada por una ciudadanía dispersa, sin fuerzas colectivas que la representen, ha sido incapaz de contrarrestar los efectos negativos de esta nueva realidad global, cuyo componente claramente distinguible es la creciente desigualdad que impide materialmente el ejercicio de los derechos, libertades y bienestar que reclaman con justicia los ciudadanos, perplejos ante un sistema que genera riqueza como nunca antes en la historia pero, paradójicamente, produce más pobreza y una creciente exclusión social y cultural. De ahí la desilusión por la democracia y la antipatía política que se ha ampliado año con año, elección tras elección.
En estas condiciones, atrapados en una dialéctica de contradicciones de un sistema que escinde la naturaleza del individuo como ciudadano, trabajador, consumidor y elector; que desdibuja todo referente cultural para impedir que se sobreponga la ética mercantil a la ética de los derechos humanos, los partidos políticos no han sabido integrar la multiplicidad de causas sociales y humanas que oscurecen el interés colectivo. México no ha sido la excepción.
En estas condiciones prospera el discurso antisistema y esparce el rumor de que las instituciones democráticas y el sistema de representación no son necesarios. Es una postura abiertamente antidemocrática que solapa la prevalencia de los poderes fácticos. En todo país democrático, para establecer un equilibrio en los asuntos públicos, resulta esencial contar con un marco legal integral y equitativo que regule claramente las esferas de encuentro entre el dinero y la política.
Desde luego los partidos tienen que ser más transparentes, abiertos, eficaces, formar mejores cuadros, perfeccionar sus procesos de selección, formación cívica y representación ciudadana. En la medida que mejoren, se ampliará el nicho de participación comunitaria en los asuntos públicos.
Veo en las candidaturas independientes un estímulo para perfeccionar la democracia y un desafío para los partidos políticos. Pero hay que tener en cuenta que una candidatura independiente que consiga aglutinar a un grupo importante de ciudadanos y busque representarlos para conseguir objetivos políticos determinados está en proceso de convertirse en un partido político, aunque no se llame así, pero con la diferencia de que se integra alrededor de una persona, no de un programa social y político.
Más allá de los sindicatos, las asociaciones civiles y políticas, y ahora las candidaturas independientes, los partidos políticos siguen siendo medios eficaces para participar políticamente. Los grupos de personas que quieran impulsar el cambio en común, de no organizarse, de no integrar las diversas causas ciudadanas en un frente colectivo que les confiera fuerza política y no sólo civil, de no afiliarse o constituir un partido político, en términos reales tendrán pocas posibilidades de incidir efectivamente en la transformación social y el cambio institucional.