“Era como si observase su mano a distancia. Vio que su mano asía un plato, lo alzaba y lo mantenía en el aire mientras él, intensamente absorto, respiraba lentamente, profundamente. Oyó que su voz decía en tono alto, como si estuviese jugando a algún juego: «Jamón», y vio que su mano, con todas sus fuerzas, lanzaba el plato contra la pared, contra la pared invisible, y esperaba a que el ruido cesara, a que volviese el silencio, para coger otro. Levantó el segundo plato reposadamente y lo olfateó. Esta vez necesitó más tiempo. «¿Alubias o judías verdes? -dijo-. ¿Alubias o espinacas? Bueno. Digamos alubias.» Lo lanzó violentamente y esperó que el ruido cesara.” (Luz de agosto, cap. XI, William Faulkner).
Más de una vez, en el transcurso de la novela de Faulkner, su personaje, Christmas, rechaza tajante la comida que alguien le ofrece. Lo imagino como un dios menor rechazando las ofrendas de los que él considera mortales en su mundo interior. Es curioso, no podría traducir el nombre de dicho personaje como Navidad, pues en nuestro idioma Natividad existe como nombre propio. Pero la simbología de la Navidad le da un dejo trágico a quien, en varios capítulos, también es nombrado como Joe. En algo, todos somos como Joe: esperamos que el ruido cese. Ya sea tras el estrépito de nuestras acciones o las de otros. Esperamos el silencio sólo para dar paso al estrépito siguiente.
Algunos estudiosos indican que hay toda una simbología en el rechazo de los alimentos del personaje, desde la falta de empatía hasta el desorden alimenticio; todo resultado de una infancia desafortunada. Lo último me parece demasiado cuando alguien trata de colocar a Joe en el catálogo de los bulímicos o los anoréxicos. Pero siempre alguien encontrará lo que sea, así es nuestra necesidad de especulación, nuestra hambre de absurdos milenaristas.
Algo fría fue la infancia del tal Joe, y con sabor a pasta de dientes. Si leen la novela, sabrán por qué lo digo. Así, podríamos retomar que un plato caliente sobre la mesa es símbolo de lo materno, del cobijo, del cuidado de la especie. Aunque tiene su lado oscuro, siniestro. Mucho de la alimentación está asociado con la confianza y el amor; pero también con la manipulación y la castración. Creo que todos deberíamos pensar en el poder de un plato de comida casera, los significados que tiene, lo que proyecta, lo que dicta quien lo cocina, lo que traduce quien lo devora. El servir una mesa puede ser un acto amoroso, o una sentencia. Así es el claroscuro del comensal. La luz de un consomé clarificado; y los oscuros infernales.
Los actos de desprecio de Christmas hacia los demás y hacia su entorno podrían dar para un catálogo completo. No necesitan ser originales ni de tinte genocida, son puramente humanos y por ello pavorosos: por la crudeza que habita la cotidianidad. Son actos que se reproducen en cada esquina.
He hablado de cosas buenas para comer, de cosas que consideramos malas, de alimentos que son veneno y de alimentos que en su origen fueron medicina. Pero no había reparado en los alimentos buenos para ser lanzados. No me refiero a una guerra de comida, esa escena cliché que siempre me ha parecido aberrante. Desde niña detesté esa broma arcaica del pastelazo; acaso porque desperdiciar la comida no me hace gracia o bien porque me parece violentísimo. Opino lo mismo del ¡mordida, mordida! del pastel de cumpleaños. Si alguien me arrojara el plato que le he servido terminaría ahogado en la marmita o mínimo corrido de mi casa para siempre. Para mí es la afrenta mayor, digna de la ley del hielo.
No sé a quién o a qué podemos indignar cuando rechazamos los platos que nos topamos por ahí servidos. Cuánta de esta comida, metafóricamente hablando, arrojamos una y otra vez acostumbrados al estruendo y habituados a la espera del silencio. Mucho de lo que nos rodea pareciera el montaje de un gran festín en que los platos vuelan con más frecuencia de la que creemos ocurría en otras época. Esperamos ese silencio. Mientras tanto, cerramos los sentidos para que el estruendo nos deje seguir con nuestros días. No sé en realidad si seremos capaces, alimentando nuestra indiferencia, de descubrir cuando el silencio por fin esté ahí. O será que esa ausencia de sonidos, eventos, tragedias, amores, odios, rencores, ambiciones, frustraciones, ese silencio, que sería lo más parecido a lo que llaman paz, nos asusta en realidad; y por esto alguien siempre se apresta a levantar otro plato y a adivinar su sabor, para arrojarlo y regresar a nuestra luz de agosto de siempre, esa luz enrojecida que surge del cuello de cualquier personaje de nuestra novela cotidiana.