Lobuki Nation: La venganza del mirrey - LJA Aguascalientes
14/11/2024

Mis traspiés con los mirreyes no acabaron cuando salí de la preparatoria. Bueno, difícilmente los de cualquier persona cuando los tienen en todas partes: en los anuncios de televisión, los billboards, los juguetes de acción, los perfiles falsos de internet, etcétera. Algún héroe sin nombrar eventualmente ocupará las sandalias de William Levy, Sebastian Rulli, Gabriel Soto, Jaime Camil, Roberto Palazuelos, Luis Miguel y los muchos otros. En el TVNotas, en algún comercial o en alguna telenovela, no tarda en aparecer el próximo actor que interprete al mirrey de mucha lana y buenos sentimientos que entierre sus garras en el torso de la chacha hermosa de cintura perfecta y después de abrirla, y liberarla, le ayudará a pulir su belleza interior.

Después de escribir esa larga lista de nombres (Luis Miguel et al.) me pregunto si la figura del mirrey será un invento televisivo o si siempre estuvo ahí, vigilante, esperando el momento propicio para tomar su lugar como una figura arquetípica dentro del imaginario nacional. Un artista plástico, en este instante, pinta a Miguel Hidalgo tomando la mano de Huitzilopochtli y de la diosa Lobuki. El mexicano es bien divertido e ingenioso, de veras que sí, incluso cuando no y otras variantes de la respuesta-mensaje, la jiribilla de todos los días, que existen para desviarnos de la realidad: no somos divertidos ni ingeniosos pero sí, en muchas ocasiones, simplemente cogidos y son esas caras orgásmicas las que a veces son graciosas.

Pero hablemos de Lobuki y de cómo destierra a sus siervos.

Un mirrey crece palpando su destino todos los días de su vida hasta que lo descubre y le encuentra forma. El padre mirrey ignora a su vástago pero la madre sólo lo tiene a él para sobrellevar la rutina. La madre lo viste desde muy temprano, lame sus cabellos y los acomoda con gel, le muestra los caminos y le enseña los modos sociales; cómo deben ser las cosas y cómo despreciar cuando las cosas no son como deben. En ese instante, Lobuki crea una conexión cósmica entre la madre y el hijo para que la información se transmita correctamente, así como la loba amamantaba a Rómulo y Remo, y le susurra al niño las reglas sociales de su nuevo templo. Cuando el mirrey escucha a Lobuki en una comunión espiritual, sabe que debe seguirlas al pie de la letra porque si no será castigado con la desgracia del destierro.

Una de las máximas de ese aprendizaje espiritual, como una memoria genética que se transmite a través de la leche amamantada, es que los mirreyes, todos, sin excepción, crecen pensando que son guapos. Y la madre refuerza eso gracias a su paciencia amorosa para introducir, sin prisas, a su hijo al mundo de las camisas, las botas y el rosario.

Lo sé porque yo los vi crecer.

Un mirrey tiene dos opciones para una profesión digna: economía o derecho. Cuando abandoné la preparatoria, y me decidí por una ingeniería, pensé que no volvería a tener tratos con ellos. Pero luego de abandonar la ingeniería estudié literatura, y luego de abandonar literatura acabé en publicidad. Y en publicidad yo me encargaba de escoger gente bonita para los comerciales. Y quienes se creían bonitos eran los mirreyes abandonados (y sí, quizás, algunos lo eran), de todas las edades y todos los colores. Aspirantes que deseaban convertirse en los acólitos de Lobuki pero en vez de ello pervertían sus deseos y Lobuki los desterraba a una tierra de pobreza e incertidumbre, al yermo donde la imagen lo era todo pero, engañosamente, y en los momentos más urgentes, no bastaba.

Llegaban en ríos, mirreyes y las numerarias de Lobuki, seguros de la guapura inventada por su madre y sin previa educación como actores. Los miraba frente a la cámara inventándose una “mejor versión” de sí mismos, papawh, atropellando diálogos y acartonando escenas. Y algunos de ellos, genuinamente preocupados, querían ganarse mi amistad o la de mi jefe. Y mi jefe me miraba con una cara de “ya sabes, es lo de siempre” y yo me frotaba la cara, recordaba a Jiménez rezando su maldito padre nuestro y me daba gracia, porque el mexicano es bien divertido e ingenioso, cómo logré terminar de cadenero en uno de los callejones del purgatorio, en aquel punto fatídico del Limbirri decidiendo cuál de los mirreyes entraba para que cumpliera la aspiración de una vida y que rompieran un maldito molde del que siempre estuvieron conscientes.

Así, pues, me encontré con grandes mirreyes que todavía no puedo olvidar. Recuerdo aquel que tenía que interpretar a un tipo que mordía un jamón imaginario y el cual, durante la actuación, lo paró todo para mirarme a los ojos y decirme: Mi hermano, mi HERMANO, me acaba de pasar algo muy cabrón, te juro que sentía el jamón entre mis dedos, que acababa de morder el jamón San Rafael (era Fud) más delicioso de mi vida y se descubrió así mismo como una especie de súper actor, casi un dios. Recuerdo, también, al sobrino de un millonario libanés que estaba ahí porque lo obligaron, no tenía otra cosa qué hacer, y un día se sentó a mi lado y me preguntó qué debía hacer de su vida, cómo podría quedarse en un comercial para que no le retiraran su mesada y no lo consideraran un genuino inútil, mientras yo trataba de no considerarle un genuino imbécil, y con una paciencia amorosa y sobrehumana, le entregué una lista de teléfonos de gente que suponía podía enseñarle a actuar para que no estuviera tan menso y más tarde lo vi estático, tonto, como un maniquí en algún programa mañanero de Televisa. También recuerdo a la numeraria de Lobuki, con su vestido entallado y sus lentes oscuros, a las seis de la tarde, interrumpiendo mi trabajo para preguntarme si ella me gustaba para el comercial y yo la miraba, expectante, y ella hacía sonrisas, movía la cara como una muñeca rota e infeliz, y yo tuve que decirle: quítate los lentes, mija, porque no te conozco el rostro y cuando ella me hizo caso tuve una revelación de lo que es el espanto verdadero, y le dije que no, que se fuera, que estudiara otra cosa, que hiciera algo de provecho porque ya no tenía paciencia, me la habían agotado con abrazos, galletas y coca colas, mis dos mil hermanos y hermanas me hicieron pedazos poco a poco, con sus ganas de ser otra cosa, sus ganas de liberarse de aquello que estaban tan orgullosos de portar.


Recuerdo a la lobuki de french mails que acarició mi nuca mientras yo editaba unos videos y no hice nada, la dejé hacer, pensando que quizás no eran tan terrible, no sé si ella o la vida en general, porque todo se ve más sencillo cuando te tratan como un animal al que hay que calmar.

Pero en el principio recuerdo a H. Usaba su camisa de rayas, un rosario y unos tenis Vans. Recuerdo que la camisa le quedaba grande y pensé que era de su padre, pero no le dije nada. No tenía por qué. Yo me sentía tan perdido como él. Me compartió un cigarrillo. Me contó, a grandes rasgos, que esa vida era la que su madre quería para él. Se abotonó la camisa. Miró al piso con algo de vergüenza. No supe qué responderle. No sabía si hablaba de hacer como un imbécil frente a una cámara o de su cabello engelado. Nos despedimos de mano y de abrazo. A la semana él se suicidó. Todavía pienso en él, pienso muchísimo en él porque fue mi primer muerto y mi primer suicidio. La primera persona con quien compartí un cigarrillo y murió poco tiempo después. Es bien sabido que Lobuki es una diosa caprichosa y cruel. Quién sabe qué penas le habrá puesto encima a ese muchacho por disfrazarse de lo que no era.

 


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