Hace casi cuatro años, cuando el entonces candidato a la presidencia de la República Mexicana, Enrique Peña Nieto cometió aquella pifia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, coincidía yo con mi círculo más cercano de amigos en que la crítica social estaba poniendo atención al tema de manera errada: no era la falta de interés en la literatura lo que debía preocuparnos, consensábamos, sino la ausencia de preparación de escenarios, parecía escandaloso que un candidato presidencial y todo su equipo no hayan preparado la circunstancia de que en la feria de libros más connotada del país le fuesen a preguntar sobre libros. La idea de aquella supuesta disciplina férrea del candidato no se mostraba.
No se necesitaba ser un genio para mirar el asunto, en el análisis de un problema siempre hay problemas más relevantes que subsumen a otros: un presidente que sabe salir de un atolladero con solvencia, aunque ese atolladero sea su propia ignorancia, es más deseable para el país que un presidente que ha leído muchos libros o tiene la memoria para recitar al menos títulos y autores.
Las pifias del candidato y posterior presidente se fueron sucediendo unas a otras, por supuesto también retroalimentadas en la búsqueda casi obsesiva de encontrar cualquier fallo humano y exacerbarlo como una tragedia para el país. El problema de no generar un orden en la relevancia de los argumentos es que nuestras peleas abren infinitos campos de batalla en donde todos terminan superponiéndose, frivolizándose unos a otros.
Si hacemos un recuento de esta columna encontraremos que muchas semanas escribo con queja amarga sobre el nuevo escándalo en las redes y señalo que siempre nos apresuramos a poner el nuevo tema en la agenda, como si la idea fuera estar más bien actualizados. Estar en el tema actual parece a veces más importante que estar firmes en los temas capitales, incluso cuando éstos aparentemente ya no tengan la misma relevancia. Creo que ése es el espíritu del llamado “tren del mame” o el “chairo” en el mejor sentido de estos epítetos: no señalar en el chance fácil a supuestos alienados por un discurso crítico o contestatario, sino capturar el espíritu del problema: si todo son cortinas de humo, si todo es igual de grave, si todo es igual de urgente, entonces no tenemos claridad sobre lo que debemos exigir primero.
Otro tema común en estas columnas ha sido la crítica a nuestra actitud como “pueblo” o “masa crítica” (o acrítica según sea el caso), pero nunca he tenido el afán de denostar, mucho menos de hacer una apología imposible sobre los fallos del presidente y su equipo, sino tratar de hacer consciencia, sobre que nosotros, los que tenemos la dicha de tener los recursos económicos o informáticos para conocer de estos temas, aprovechemos nuestra fuerza de manera correcta, discutiendo sobre los temas verdaderamente relevantes.
Uno de los tópicos de la semana fue el famoso “calcetagate”, lo cual es normal que indigne en un momento crítico del país (¿y cuál no?) pero que obedece, también hay que reconocerlo, a nuestra propia demanda social sobre el tema. ¿Importa el tema lo suficiente para que el presidente lo ponga en la mesa, para que lo aclare?: no. ¿Importa el tema lo suficiente para ponerlo, de inicio, en el debate público?: tampoco. Nosotros mismos hemos generado una indignación y repulsión a la figura presidencial que se replica ante el mínimo pretexto: que una empresa rompa relación con una reportera, que el presidente pronuncie mal el inglés, que haya balaceras con bajas civiles, que no haya leído tres libros, que se le caiga la rebanada del pastel, que desaparezcan 43 estudiantes o que porte sus calcetas aparentemente al revés.
Considero importantísimo empezar a sostenernos en los temas capitales y dejar de poner a consideración las nimiedades del tipo ya mencionado, porque entonces puede -y así sucedió- consagrarse el despropósito en la aclaración de lo menos importante. La reformulada actitud del presidente que ahora aclara minucias o se disculpa por habernos tenido inquietos con un tema del cual no tenía -según presume- culpa alguna, como en el asunto de la “casa blanca”, es, según creo, el natural pero lamentable reflejo de lo que exigimos como sociedad. Confundimos temas y prioridades. Hablamos de un equipo de futbol en vez de hablar de una potencial tragedia, o de piropos desmedidos o insultos raciales en vez de hablar únicamente de agresión física. Una de las condiciones mínimas para el diálogo virtuoso es presentar sólo argumentos relevantes, para después poder exigir lo mismo en respuesta. Porque mientras creamos en la democracia también sostenemos que la forma más deseable de solucionar nuestros conflictos de creencias es el diálogo, porque es no sólo la más económica sino también la más incluyente. Pondero que debemos empezar a ignorar las múltiples e insignificantes indignaciones para pasar a lo capital. Silencio o respuestas claras será la única opción que tenga el ejecutivo, cuando dejemos de preguntarnos por sus calcetas.
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