Mi primera lectura de Erewhon de Samuel Butler es una experiencia lejana pero fantástica y deliciosa. Recuerdo algunos fragmentos, ese largo paseo por una tierra lejana, dividida en segmentos irónicos de personas entregadas, mermadas por sus propias definiciones. Erewhon es una sátira especulativa. Recuerdo, por ejemplo, con placer el terror a las máquinas, un breve atisbo a uno de los temas principales de la ciencia ficción (y una de las partes más hermosas del libro) o el país que trataba a los criminales como si fueran enfermos terminales llenos de pústulas, fiebres y mucosidades.
Quisiera releerlo pronto pero, como vivo exiliado en Cholula, la bella y la tranquila, me hice fácil de una compulsión por comprar libros y tengo tantos en mi columna de no leídos (Tsundoku) que parezco político mexicano: los tengo para presumir. Quizás mi asistente sabe más de ellos que yo. Mejor hable con él, Lupita. Aprovecho la pausa para contarles una distracción breve. Ayer se me ocurrió que ninguno de ellos (diputados, senadores y presidentes) se suicida. Al menos no en México. Por eso, quizás, tengo la idea errónea de que debe ser una profesión alegre y satisfactoria para quienes eligen ese rumbo. Qué gente tan estable y sin remordimientos. Yo, a veces, quiero suicidarme nomás de ver una puesta de sol.
Los políticos, los criminales y los enfermos. Vaya. El criminal en Erewhon es algo así como un muerto apestado de tres días. Evitaré incluir a Swift a la ecuación aunque parece irresistible: mejor cocinemos a los criminales para anexarlos, de nuevo, sin culpas, a la sociedad. Anette Michel también conduciría esa temporada de Master Chef.
Sin embargo, en vez de releer a Samuel Butler, empecé a tener la misma sensación de presenciar un mundo irónico y absurdo cuando vi una caricatura para niños. Se llama Adventure Time y, aunque la mayoría de los capítulos son convencionales, o un relleno obligatorio, algunos siguen progresiones escalofriantes a través de los dilemas morales que presentan. Estos dilemas van de lo más sencillo cómo mentir a un amigo para no lastimarlo así como los problemas de gobernar, de entregar el poder al villano o al héroe y como, cuando ambos usan la corona, si no tienen cabeza para ello, se transforman en lo mismo: un villano con demasiado poder que fácilmente arruinará las cosas.
Específicamente recuerdo con cariño los capítulos del país de Lemongrab. Sean un poco indulgentes conmigo. Lemongrab es un hombre limón que fue creado con el propósito específico de tomar la corona del País Caramelo cuando la Princesa Caramelo (sí, el nombre no le ayuda pero en serio, vean un par de episodios y entenderán mi terror. Por cierto, la Princesa Caramelo es uno de los personajes más manipuladores y rapaces que existen). Por una u otra razón, casi estuvo a punto de tomar la corona cuando la misma Princesa, como era su derecho, se lo prohibió.
Entonces Lemongrab fue sutilmente exiliado a su propio país, un castillo en medio de un desierto, un pedazo de tierra abandonado sin súbditos, sin vida. A partir de ahí surge una progresión de capítulos crueles. En uno, Lemongrab se roba a los jóvenes criminales del otro reino para reeducarlos a través de choques eléctricos. En otro se come a su propia copia clonada para evitar una diferencia de opinión en el reino. Otro capítulo más trata de Lemongrab, y su clon, usando dulces para crear a sus propios súbditos; unos limones idiotas y nefastos como él. Súbditos que, iguales a su rey, desprecian su propia existencia sin propósito, sin sentido. Creo que esos episodios son los más difíciles de digerir, los más agrios, vaya, y aunque no los recomendaría para el entretenimiento de una juventud abandonada, quizás sería el gran inicio para que unos padres se sentaran con sus hijos a platicar de esas alegorías que tienen mucho que ver con el mundo jodido que ahora nos pertenece.
Después de apreciar la progresión del reino de Lemongrab entre otros pequeños hilos narrativos que tiene la caricatura, no he dejado de mirarla. Sí, bueno, muchos capítulos pueden ser sosos pero algunos, cuando le atinan, son como presenciar un accidente: no puedes apartar la mirada. Muchas de esas historias, intuyo, son ahora un reflejo de la niñez verdadera, esa muerte perpetua que ocurre todos los días y progresivamente nos convierte en adultos.
Mi fragmento preferido de Adventure Time, a la fecha, es cuando la Princesa Caramelo reúne a varios de sus súbditos. Los nombra su guardia elite y promete enseñarles cómo resistir a una especie de cañón hipnótico del sueño. Uno que ella construyó (La Princesa Caramelo también es científica e ingeniera) para proteger a su reino de los invasores. Cuando lo enciende, uno a uno de ellos cae, mientras ella está al frente, resistiendo el embate de la máquina (una máquina erewhoniana, por cierto). Pensaba que era gracioso hasta que la princesa les grita a sus hombres, a quienes no ha volteado a ver, y todavía no sabe que han caído: “Do not go gentle into that good night”.
Creo que a estas alturas, todos sabemos que T.S. Eliot siempre tenía la muerte en la punta de la lengua, y no sólo la muerte, sino el grito para luchar, enojarse, evitar la caída en un susurro y golpearse para no dormir, golpearla para alejarla de nosotros, morderla a como diera lugar para escaparse de ella. Qué coraje. A ojo de buen cubero, parece que los políticos luchan más por aferrarse a la vida que uno.