Empezaré hablándoles de mis gatos. Quizá al principio parezca que no tiene nada que ver, pero les pido paciencia, verán que sí:
Tengo dos gatos, Primo y Morris. Primo tiene doce años y es un adulto mayor un poco gruñón, un poco pasado de peso y un poco reacio al juego. Morris tiene tres años y se sigue portando como bebé: juega todo el tiempo, nunca se cansa y a veces es medio troll con Primo. El veterinario nos recomendó jugar con ellos todos los días, al menos media hora, para que Morris se canse un poquito y no moleste a Primo, y para que Primo haga ejercicio y asocie a Morris con experiencias gratas. En fin, que nos pusimos a buscar un juguete adecuado para todos (ellos dos, mi esposo y yo) y encontramos uno muy simple pero efectivo: una varita que lleva atado un listón de fieltro. Uno agita la varita, ellos persiguen el listón. Nada complicado que, sorprendentemente, nos da horas de diversión (bueno, les da a los gatitos, pero a nosotros nos alegra que se diviertan). Así que, tras usar el juguete por un par de semanas, me metí a la página de ventas por internet que más frecuento para reseñar el juguete y calificarlo favorablemente. ¡Qué sorpresa me llevé al ver que tenía muchas calificaciones negativas! La verdad, me dio miedo: ¿qué tal que el juguetito era de fieltro tóxico o en las noches cobraba vida propia y buscaba a quién ahorcar? (Sí, tengo una imaginación un poquito macabra). Así que me puse a leer los comentarios negativos y volví a sorprenderme: “Le di el juguete a mi gato y ni caso le hizo”, “Se lo dejé en su camita y nada más lo mordió un rato”, “Se tragó un pedazo del fieltro”, eran algunos de los comentarios. El resto, en general, eran variaciones sobre lo mismo. Yo hice lo que siempre hago en esos casos: quejarme con mi esposo. “¿Pero qué no entienden que es un juguete para usarse con un aditamento: el humano del gato?”, le dije tras enseñarle los comentarios esos. De verdad, no me cabía en la cabeza que esa gente esperara que sus gatos, solitos, le sacaran todo el partido posible a la varita fieltrosa y que culparan al juguete de no cumplir con su labor. Dicho así, suena obvio, ¿no? Es decir: el juguete le encanta a los gatos porque uno, su humano, lo mueve rápido o despacio, por el aire o por el suelo, dependiendo del interés que ve en ellos. Es una simple varita de plástico con un simple listón que se convierte en algo único, especial y personalizado (o bueno, gatonalizado).
Todo esto se los cuento no porque sea de esas personas que aprovechan cualquier oportunidad para hablar de sus gatos (ok, sí soy, pero hay algo más), sino por lo que sigue:
Tengo una amiga muy querida que se ha embarcado a promover los libros para niños muy pequeños (¡Hola, Poupée!) y, un día que nos vimos, me contó la historia de una señora que le compró un libro para un niño pequeños, digamos de tres años, y que volvió al día siguiente, muy molesta, para exigir un cambio o una devolución: “Es que ese libro no sirve”, le dijo a Poupée. Al parecer, se lo había dado al niño y éste nomás lo había hojeado y lo había botado. Mi amiga, con la paciencia de santa que la caracteriza, accedió a darle un “tutorial” a la indignada señora. Se sentó con el niño en las piernas y le fue contando el libro (no exactamente leyendo, porque era un libro sin letras, con puros dibujos), haciendo caras, cambiando la entonación, fingiendo voces. Al niño le fascinó. Días después la señora le dijo a Poupée que el libro era el objeto favorito del niño: que a veces ella se lo platicaba a él y otras veces era el niño el que contaba el cuento.
Me da gusto que esta historia tiene final feliz, claro. Pero me pregunto cuántos papás creen que los libros no sirven porque no supieron cómo acercárselos a sus hijos. Me imagino qué pasaría si yo obligara a mis gatos a jugar con la varita: que los despertara cuando están bien dormidotes o los interrumpiera cuando están comiendo para que tuvieran su rato lúdico; o que pusiera reglas estrictas de cuánto tiempo y con qué rutina jugar. Pienso que pasaría lo mismo que ocurre cuando los maestros les encajan libros a los niños y niñas con el único fin de dejar tareas o calificar el número de palabras que pueden leer por minuto: ¿cuántas personas le tendrán aversión a la lectura por haber vivido cosas así?
Así que, la próxima vez que queramos contagiar el gusto por la lectura, pensemos un poco en esto. Porque todos queremos que nuestros niños ronroneen con lo que leen (metafóricamente, claro), ¿no?