Hay religiosos honestos: su formación o su tradición les ha conferido un estilo de vida que les permite vivir con cierta tranquilidad, no se cuestionan demasiado y a veces hasta suelen mostrarse abiertos a otras posiciones. Una vez una alumna me dijo: “yo nunca abortaría, pero defiendo el derecho de las que no creen en lo que yo”, tal guiño a Voltaire me dejó frío. Hay ateos honestos: su convicción de que la secularización traerá un bienestar universal les hace luchar por preguntas y siempre piden evidencia, sedientos, buscando una razón para aceptar o, ante la existencia de ésta, rechazar.
Hay también religiosos nefastos: creen que todo quien no piense como ellos está profundamente equivocado y reparten castigos terrenales y metafísicos -algunos de ellos infinitos en maldad- para quien no se guíe por los mismos cánones morales. Hay también ateos nefastos: creen que la descreencia es proporcional a la inteligencia. Esa sola premisa debería bastar para mostrar ella misma su falsedad.
Hasta hace un par de siglos, el mundo se dividía -inequitativamente- casi en su totalidad en estos dos bandos (con su par de caras correspondientes), pero hacia el siglo XX vimos nacer una tercera vertiente, algo que pretendía ser un término medio y que hoy miro con desconfianza. Les llamaré “místicos” e “iniciados”, así, con comillas, porque comprendo que estas etiquetas pertenecen también a algunos religiosos y herejes que entregaron su vida a su espiritualidad, luchando sistemáticamente a contracorriente de su época. Me limitaré aquí a la versión posmoderna y claramente a la más desafortunada de éstos, porque he escrito mucho para criticar a los nefastos de los otros bandos, y nunca le había dedicado tiempo a éste.
Estos “místicos” e “iniciados” juegan con dios y con el diablo: se quejan del dogmatismo del ateo lo mismo que del de los religiosos. No se tientan para criticar a quien cita como autoridad la Biblia, el Corán o la Torá, tachándolos de retrógradas, pero ellos citan con inusitada gravedad libros esotéricos que, al no pertenecer a las tradiciones corrientes, simulan ser harto más difíciles e interesantes. Parecen tachar de cerrado al científico tanto como al teísta, pero eso sí, cuando pretenden sostener su punto no dudan en hablar de frecuencias en el ADN y de la “probada” magia de los fractales. Citarán por tanto a Mandelbrot y alguna profecía oriental con el mismo respeto que no guardarán cuando una religión “institucionalizada y retrógrada” muestre sus posturas, y de un plumazo dirán que los científicos “aún no lo saben todo”. Efectivamente, al tener la sensación de haberse hecho uno con el Dios-Universo, la limitación epistemológica inherente a la ciencia les parece inferior.
Nunca he leído un científico que diga que ha entendido TODO. Esa sagrada palabra está reservada sólo para estos “místicos”. Nunca he leído un científico que sepa cómo y por qué se organizó y cómo se originó el universo. Esa pretensión está reservada sólo para estos “iniciados”. Parece que la humildad espiritual que éstos descubrimientos les han conferido les permite invitar a los demás a no ser prepotentes ya que, claramente, no deberían serlo, pues nadie tiene tales misteriosas respuestas… más que ellos.
Provocan diálogo pero escapan con una diplomacia política en vez de profundizar en él: reparten bendiciones para mostrarse benévolos con el pobre que aún no entiende los vericuetos del cosmos y la vida, con la misma displicencia que un rico reparte monedas en el semáforo la noche de navidad. Pareciera que su privilegiada posición les permite observar las discusiones entre religiosos e incrédulos con ínfulas de superioridad. Celebran con singular alegría los encuentros racionales con los que -como ellos- no han caído en las garras de las religiones, pero en el desacuerdo argumentan que la razón es más miope que su fe. Usan la relatividad conceptual para quedar bien, el manoseado argumento de “es sólo mi punto de vista”, “nadie tiene la verdad”, sin darse cuenta que esta última frase, de ser cierta, presupone una contradicción intrínseca a la premisa. Por supuesto, de ser cierta, ellos tendrían la verdad, y como creen tenerla su pecho se hincha y no se tientan para corregir a diestra y siniestra. Los he visto unirse a los chistes que blasfeman contra las religiones tradicionales, pero se ofenden profundamente ante la posible burla de sus propias fuentes.
El diálogo no debiera nunca convertirse en guerra, por supuesto, pero cuando eso sucede, se vanaglorian “humildemente” de no pertenecer a ninguno de los dos bandos en querella. Dawkins dijo una vez: “en realidad el creyente moderado traiciona tanto a racionales como a religiosos”. Si entendemos que es cierto que hay dos bandos, ellos no se inquietan de esta traición, por el contrario: parecen alegrarse al observar el tablero donde peones negros y blancos discuten ante -lo que ellos piensan es- su autoritaria y superior mirada.
Lo que sí reconozco que he aprendido de estos “místicos” e “iniciados” es que la frase “yo sólo soy un hombre humilde”, para nacer, debe descansar es una majestuosa soberbia.
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