Sobre el debate público acerca del matrimonio, que ya viene de años atrás y que en Aguascalientes ha ido tomando mayor interés y densidad social, hace aproximadamente un año, con motivo de la manifestación de la Federación Mexicana de Educación Sexual y Sexología (Femess), su vocera y presidente, Marcela Martínez Roaro, declaró: “El matrimonio, como se ha venido contemplando hasta hoy, es una relación esclavizante y violadora de los derechos humanos, esto ha sido entendido en el Distrito Federal y en muchos estados, ¿por qué en Aguascalientes no? ¿Por qué en Aguascalientes queremos preservar una institución ancestral, caduca, ya no aplicable en estos tiempos?” (La Jornada, Alejandra Huerta. “Pretenden aplicar divorcios exprés en Aguascalientes”).
Pero el tema de fondo no para ahí. Movimientos afines a esta causa buscan activamente que se modifique el Código Civil de Aguascalientes para incluir el divorcio a voluntad de una sola persona -denominado divorcio exprés-: “Queremos quitar todas esas infamantes causales, que son las menos causas realmente de los divorcios, y que de alguna manera propician la violencia familiar”; además de que se permita el matrimonio entre dos personas independientemente de su sexo, así como la adopción entre parejas del mismo sexo (Ver: Alejandra Huerta, ut supra, ibídem).
Este sintético párrafo podría ser visto, por los partidos o grupos contrarios a esta postura, como todo un libelo de reformas legislativas infamantes, por lo menos sobre cuatro tópicos de suma importancia: matrimonio, divorcio, unión legal de parejas del mismo sexo y adopción filial por uniones homosexuales. Y sin embargo, la cosa no para allí. En realidad la sociedad contemporánea, incluida la de Aguascalientes, está sometiendo a revisión temas y objetos jurídicos que, tal como están actualmente constituidos, ya no reflejan o reproducen el ser -digamos el estado ontológico ni el existencial o histórico- de relaciones interpersonales que son cambiantes debido a la pluralidad intrínseca del ente social mismo, así como a la diversidad pluricultural, étnica y de estamentos sociales sobre los que debieran estar sustentados.
Nadie puede negar que, previo a los años sesenta del siglo XX, nuestra legislación y gran parte de la legislación vigente en los países independientes, cobijados bajo la civilización occidental judeocristiana e inspirados por la teoría de la democracia liberal del mundo capitalista, mantenían un común acuerdo sobre esos mismos tópicos, respecto de la obligatoriedad jurídica de mantener la unión conyugal hasta la muerte, de considerar el divorcio como una especie de mal menor -cuando ya no había solución a las divergencias entre los cónyuges-, quedaba todavía muy opaco y confuso el tema de la liberación sexual y sus manifestaciones en relación de parejas del mismo sexo -con todas sus posibles variantes-. Recordemos el elocuente logo del sistema mexicano de seguridad social: una pareja simbólica de hombre y mujer, acompañados de dos hijos y cobijados por un solo techo. Era una solución simple, cristalina, elocuente de la profesión común generalizada de la monogamia y de la vinculación heterosexual, orientada indefectiblemente a la fecundidad y la procreación. Esto al interior del Derecho Positivo promulgado de los estados libres, soberanos e independientes. La Iglesia católica podía coexistir con estos fueros y fundamentos jurídicos casi sin dificultad, porque si no coincidían con la legislación vigente de algunos estados, ella recurría al doble código jurídico, civil y eclesiástico y san se acabó, como es el caso de México.
Aquellas sociedades integristas, es decir conservadoras y exigentes a ultranza de posturas éticas militantes de un credo religioso único y dominante, se las averiguaban para imponer al estado de pertenencia su visión moral de estas relaciones sociales fundamentales, como vinculantes de derechos y obligaciones afines al código moral que se profesaba. Dichos integrismos históricamente eclosionaron en movimientos radicales y excluyentes, como el fascismo, nazismo, nacionalsocialismo franquista en España y movimientos afines a estas doctrinas que se infiltraron en América Latina, particularmente en el cono sur. La solución jurídica en ellos se pactaba en un concordato con la santa sede del Vaticano.
Hoy, después de más de media centuria en que irrumpió en el mundo entero la ya imparable secularización de la sociedad contemporánea, entiéndase enfáticamente su gradual y progresiva pérdida del sentido de lo Sagrado, lo Santo y Trascendente, su concomitante apertura a la tolerancia de la diversidad y pluralidad sociocultural; el evidente avance del ateísmo o anomia religiosa, que se releva por el conocimiento positivista, científico, de una gnosis crítica de los sobrenatural y vuelta hacia el pragmatismo, el conductismo y al relativismo no ético -o del conocimiento-, todo ello como un empuje hacia las visiones intrahistóricas, que conllevan un distanciamiento cada vez mayor respecto de las visiones del mundo trans o metahistóricas, o aquellas francamente utópicas de la trascendencia. Todo esto ha conformado durante seis décadas un caldo de cultivo para el cambio radical de paradigmas, ya no digamos solamente religiosos, sino jurídicos, políticos y económicos.
Por consiguiente, la disputa o el debate sobre si es posible, conveniente y/o necesario cambiar las figuras jurídicas tradicionales acerca del matrimonio, su disolución o divorcio, la opción de vivir en parejas homosexuales y aun el “derecho humano” de adoptar hijos al interior de dichas uniones; ya no se diga de una visión restringida o reduccionista a la fecundidad y/o la procreación conyugal heterosexual, es cosa prácticamente inevitable y, me temo, irreversible. Nuestros sistemas legislativos y ético-militantes de credo religioso están siendo confrontados por el nuevo tipo de reivindicaciones sociales, provenientes de un entorno etnocultural radicalmente diferente y relativizador de aquel mundo ya pretérito.
Ello no quiere decir que no sea problemático. Al contrario, es sociológicamente visto como metaproblemático, y precisamente en razón de ello se hace imperativo adecuar los aparatos jurídicos al uso, bajo la intervención de una visión global de lo que hoy, aquí y ahora, es vigente como Bioética.
Para comprender esta fase de cambio, hay que decirlo, que es inducido por iniciativa de culturas subalternas militantes en el todo social, hay que recurrir al esquema bioético de tolerancia/intolerancia. Que gráficamente descrito, podemos decir que considera las relaciones vinculantes interpersonales como una esfera imaginaria. En donde la superficie exterior de esta esfera representaría el máximo nivel de tolerancia (entiéndase apertura total al cambio); el siguiente círculo concéntrico hacia adentro lo ocuparían los bienes y valores éticos de la convivencia humana libre, pacífica, voluntaria por pacto de voluntades expresas y que permitiría todo tipo de unión personal bajo este eje axiológico, lo que equivale a un nivel amplio de respeto y tolerancia social. El siguiente círculo concéntrico lo ocuparían las normas legislativas generales que tratan de preservar el Estado de Derecho posible y necesario al buen orden social, y constituiría el siguiente nivel un tanto más restringido por ser norma universal obligatoria para el todo social. En un siguiente nivel más profundo, se manifiestan los criterios y normas morales predominantes en una sociedad, que están inspiradas en una cosmovisión religiosa de amplio espectro social, pero cuya exigibilidad es de nivel más estricto y reduccionista al núcleo de quienes profesan ese credo religioso. Y por más que se pretenda su valor universal, implica el libre, pleno e informado consentimiento para asumir su catálogo ético que es necesariamente propio de su Ética militante. Al nivel más profundo de esta esfera, se encuentra la conciencia personal que si es rectamente informada será exigible para la persona, en cuanto que constituye su personal código ético tan imperativo como categórico, y constituye el núcleo de mayor identidad, intimidad e inviolabilidad personal.
No puede imponerse sin más un código de intolerancia que no respete los diversos grados de profundidad bioética, en el entendido de que nadie está obligado a lo imposible y que el nivel plausible de tolerancia está en relación directa con el tipo de sociedad que queremos conformar, más inclusiva, que más propicie el desarrollo libre e informado de las personas y, finalmente, respete el núcleo más íntimo de la conciencia personal.