Nagasaki, Japón. 9 de agosto de 1945. Simulando a un ave de rapiña, el bombardero estadounidense Bockscar sobrevuela la ciudad nipona buscando una oportunidad para descargar su letal carga. De pronto, una apertura en las nubes permite a la tripulación lanzar el arma nuclear, apodada Fat Boy. Segundos después, un hongo atómico indica que la misión ha tenido éxito.
Horas antes, miles de soldados soviéticos y sus aliados mongoles inician operaciones contra los japoneses, a lo largo de un frente de cuatro mil 600 kilómetros. Asimismo, guerrilleros comunistas chinos, apoyados por la URSS, se infiltran en las líneas niponas.
Las escenas arriba descritas sirven como prólogo al presente artículo, el cual pretende explicar cómo la interacción entre el águila calva (los Estados Unidos), el oso (la Rusia soviética) y el samurái (el Japón imperial) influyó en la conclusión de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico y cómo esta herencia proyecta su sombra actualmente en la región Asia-Pacífico.
Recién industrializado, el Japón imperial lanzó una política de expansión: en 1894 derrotó a China y ocupó parte de Corea y Manchuria. Sin embargo, las presiones de Occidente y la Rusia zarista obligaron a Japón a renunciar a parte de sus conquistas.
Este retroceso no diluyó el hálito belicoso de los samuráis. En 1904, Japón -quién había firmado una alianza con el Reino Unido- declaró la guerra a Rusia. El país del sol naciente se alzó con el triunfo en 1905. Esta victoria, la primera de un país asiático sobre una potencia europea, supuso el ingreso de Japón al concierto de las grandes potencias.
La Revolución rusa y la guerra civil, en la cual Japón intervino a favor de los anticomunistas rusos, emponzoñaron las relaciones niponas-soviéticas. Posteriormente, la invasión japonesa de Manchuria en 1931 y el inicio de la Segunda Guerra sino-japonesa en julio de 1937 convencieron al dictador soviético, Iósif Stalin, de que Japón era el enemigo a vencer.
La Rusia soviética propinó dos grandes derrotas a los japoneses en sendos choques fronterizos ocurridos en el lago Jasán, en 1938, y Nomonhan, en 1939. La paliza recibida dejó una profunda huella en los nipones y “fue uno de los factores que influyeron en la decisión del Japón de entrar en guerra con los Estados Unidos en vez de unirse a Alemania y atacar el Lejano Oriente soviético” (Goldman, Nomonhan, 1939, Naval Institute Press, 2012, pp. 178).
Tras firmar un pacto de neutralidad con la Unión Soviética, Japón atacó, en diciembre de 1941, a los Estados Unidos en Pearl Harbor. El año 1942 presenció grandes victorias niponas sobre los anglo-americanos. Sin embargo, la marea bélica cambió a favor de la Unión Americana y el Reino Unido.
En febrero de 1945, los “tres grandes”, Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin, se reunieron en Yalta, Crimea, para diseñar el mundo de la posguerra. A cambio de que Rusia entrara en guerra con el Japón dos o tres meses después de la derrota de Alemania, Roosevelt prometió a Stalin que recibiría las islas Kuriles, Sajalín, Mongolia Exterior y Manchuria.
Una vez vencido Adolf Hitler, los “tres grandes” decidieron congregarse, en julio de 1945, en Potsdam. Ahí, en el corazón de Alemania, las diferencias afloraron entre los otrora grandes aliados. El presidente estadounidense, Harry Truman, se sentía fortalecido pues las pruebas nucleares, efectuadas en el desierto de Nuevo México, habían sido exitosas. Stalin, informado por los espías rusos en la Unión Americana, supo que la ventaja numérica del Ejército Rojo había sido nulificada.
Potsdam terminó en empate: Stalin había conquistado Europa Central y Oriental pero Truman tenía la bomba atómica. Por lo tanto, para los Estados Unidos “ya no era necesario la ayuda soviética para forzar la rendición del Japón; de hecho, era imperativo para la Unión Americana usar la bomba atómica para apresurar la capitulación japonesa antes de que la Unión Soviética pudiera entrar a la guerra” (Hasegawa, Racing the Enemy, Belknap Press, 2005, pp. 156).
El 26 de julio se emitió la Declaración de Potsdam, en la cual se urgía a la rendición de Japón. De no ser así, esto resultaría en la “total devastación de la patria nipona”. No hubo respuesta de Tokio, por lo que el día 31, Truman ordenó bombardear Hiroshima tan pronto el clima lo permitiera
A las 8’ 15 de la mañana del 6 de agosto, el B-29, apodado Enola Gay, arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima. 92 mil personas murieron y 30 mil resultaron heridas. Sin embargo, Japón no se rendía. Por lo tanto, Truman decidió lanzar el segundo ataque nuclear sobre Nagasaki, pues presentía los dos objetivos de Stalin: restaurar los privilegios rusos en el Lejano Oriente e invadir China para ayudar a sus aliados, los comunistas chinos, y a su líder, Mao Tse-Tung, a hacerse con el poder.
La entrada de la Unión Soviética a la guerra y el bombardeo atómico convencieron al emperador Hirohito de pedir el armisticio. A pesar de un intento de golpe de Estado, efectuado por militares ultranacionalistas, Hirohito habló por la radio y le ordenó al pueblo nipón “soportar lo insoportable”. Es decir, Japón había perdido la Segunda Guerra Mundial.
El 2 de septiembre de 1945, a bordo del acorazado USS Missouri, se signó, en la bahía de Tokio, la rendición formal de Japón. Sin embargo, los soviéticos no habían capturado todos sus objetivos y siguieron luchando hasta el día 5 del mismo mes.
El final de la Segunda Gran Guerra en Asia-Pacífico proyecta su sombra en la actualidad: esta semana ha presenciado dimes y diretes entre la Federación rusa y Japón por la posible visita del primer ministro, Dmitri Medvédev, a las islas Kuriles. Asimismo, China y Rusia realizarán, del 20 al 28 de agosto, maniobras navales en el mar del Japón. Finalmente, el próximo 3 de septiembre, China efectuará un gran desfile militar para conmemorar la derrota del Japón imperial.
Aide-Mémoire.- Con su editorial titulado “El asesinato de la prensa libre en México”, el New York Times hace una crítica demoledora del sistema político mexicano.