Quiero creer que todos tenemos sabores imaginarios, de platillos nunca probados, de ingredientes que sólo conocemos por películas, charlas o libros. O bien, de porciones que hemos devorado en sueños y cuyos sabores son indescriptibles, aunque los haya registrado la memoria onírica o la lengua de la ensoñación. Tal vez podemos describirlos con paralelismos. Supongo que más de un chef ha logrado traer sabores imaginarios al plano real.
Yo tengo varios sabores imaginarios. Uno ha sido parte de mi mitología personal. Pero con el paso de los años, lo he desgastado, como pasa con muchos de los mitos: los despojamos de ese halo de misterio, de su calidad de cosa desconocida. El último bastión de mi sabor imaginario es, paradójicamente, su sabor real. Mi mito es el trepang. Conocí por primera vez la palabra gracias a un libro de Emilio Salgari: Los pescadores de trepang. En mi adolescencia, leí algunos de los libros de este autor, aunque sería mejor decir que los devoré. Salgari me regaló muchos de los recuerdos de lector que atesoro, porque no puedo recrearlos. He leído con fruición, pero nunca con esa gula de la juventud: tomar un libro, sin cánones, no dormir, no comer, no beber, hasta terminarlo; leer junto a esa posibilidad de maltratar al cuerpo que sólo es viable en la juventud. Es curioso, porque el cuerpo joven, con sus hormonas y sus impulsos, puede ser apartado, sin que se queje. No me imagino a mis casi 48 años no beber agua por más de dos horas, creánme, ya les he contado que mis riñones son de osito polar. Por todo esto, el trepang tiene un sabor desconocido, pero también otro que he perdido. Los pescadores de trepang, como lo recuerdo, era un sabroso libro de aventuras, como todos los de Salgari: con sus geografías exóticas, sus personajes osados, muertes tremendas, accidentes, desventuras. Lo confieso, jamás me detuve a saber qué diablos era el trepang. Así me quedé, con mi ignorancia, durante años, con el título grabado y la sensación de esa lectura guardada en la memoria. Y como todo recuerdo, con el correr de los años termina muy aderezado. Se transforma en un tesoro, más preciado, pero también más difícil de conservar.
Extraño poder estar desparramada en el suelo, sosteniendo un libro en vilo por horas, girando, doblando las piernas, torciendo el cuello sobre un muro, ser un esbozo de un cuadro de Picasso, sin entumirme ni acalambrarme, sin buscar en los blisters el consuelo para los ligamentos y tendones. Extraño esa sensación de poder dejar pasar el tiempo porque no hay urgencia alguna. No recordar que hay cuentas por pagar, que los hijos se despertarán, que tal o cual proyecto no llega a buen puerto, que acaso son como el barco perdido de los pescadores de trepang.
Cierto, no quise saber qué era ese molusco que describían en aquel libro, en aquella edición, porque no sé si en otras ediciones se usa el nombre en español. Porque sí, ahora lo sé, el trepang no es otra cosa que el pepino de mar. No sé si Los pescadores de pepino de mar hubiese sido un título digno de ser incluido en mi mitología personal. No sé si hubiera tenido el mismo efecto cuando, tras años de leer el libro, relacioné lo que significaba trepang con aquella creatura que sopesé en una playa del Caribe mexicano: aquel ser quieto, denso, con su textura imposible y su movimiento oculto en un orificio que es más un túnel, donde boca y ano parecen lo mismo, donde no hay modo de imaginar que logran saborear lo que absorben del mar.
Por mucho tiempo, para mí el trepang fue un animal fantástico, en el que reuní el sabor del ceviche de sierra, del coctel campechano y de las ventosas rosadas del pulpo que me gustaba masticar con mis dientes frontales originales; estos de porcelana jamás han tenido la misma sensibilidad. En fin, el trepang olía a todos los mares que había visto, a todas las playas recorridas, y a la almeja que atrapé, cuando era niña, porque había dejado su rastro sobre la arena: un agujerito que se antojaba la entrada de un hormiguero. La misma pequeña almeja que mostré a mi padre como trofeo y que él puso sobre unas brasas. Yo observé, con el romper de olas al fondo, cómo abría las valvas, cociéndose en su propia casa; pero mi asombro-niño no lo vio como acto de crueldad. El fin de la historia termina coronado con unas gotas de limón y la ingestión de mi presa. Sí, el trepang fue todo lo marítimo, todos los versos de Valéry, todas las ofelias de los cuadros, los azules, los peces de mis peceras, y la sal en grano que he arrojado en los guisos.
Así pasa con casi todos los mitos, un día se sabe la mayor parte de su verdad. El trepang, como lo dije, conserva el hecho de que nunca he comido pepino de mar. No sé si se presente la oportunidad, y de tenerla será una decisión difícil. Puede ocurrir que su sabor inusual y resbaladizo le dé un nuevo nicho en mi panteón o bien, terminará por desvanecer la palabra trepang de mi imaginería. De ser así, estaría más próxima a entender por qué un buen día Salgari decidió que ya tenía suficiente de este mundo, y ni todas las líneas escritas por él o por otros eran razón suficiente para sobrevivir al ahora protegido pepino de mar. Sí, irse y que alguien más salga y pesque.