La persistente desigualdad impacta directamente a la economía y al desarrollo social. El debilitamiento de los ingresos y la creciente disminución del poder adquisitivo de los salarios, ponen freno al consumo, deterioran la calidad de vida de las personas y las excluyen del pleno ejercicio de sus derechos. Es impensable plantear una sociedad de consumo sin consumidores. Hablar de desarrollo sin garantía de los derechos humanos, es un sofisma.
De acuerdo a información del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 1992, vivían en pobreza alimentaria -definida como la incapacidad para obtener una canasta básica de alimentos- aproximadamente 18.6 millones de mexicanos. Para 2012, la cifra aumentó a 23 millones. La pobreza de capacidades -que agrega la imposibilidad para efectuar los gastos necesarios en salud y educación- de menos de 26, a cerca de 33 millones de personas. Y el salto más dramático se da en la medición de la pobreza patrimonial -que suma a las anteriores la insuficiencia de recursos para vestido, vivienda, transporte, bienes y servicios básicos- la cual pasó de 46.1 a 61.3 millones de personas. En el mismo periodo, con base en un comparativo de la canasta alimentaria recomendable, se calcula que el poder adquisitivo disminuyó 35 por ciento.
De momento, en México, la solidez macroeconómica nos permite mantener una economía estable y continuar creciendo. No obstante, para que el crecimiento sea sostenido, es menester elevar la productividad general y por sectores con lo cual se podrá mejorar las condiciones salariales, incrementar la inversión social y encontrar un arreglo entre el capital y el trabajo que incida en una mejor redistribución.
Los programas de desarrollo humano son fundamentales para disminuir la desigualdad de oportunidades. Prospera -que nació en 1988 con el nombre Solidaridad- ha perfeccionado su operación, tiene una cobertura creciente y ha sido reconocido por Naciones Unidas como un sólido programa de desarrollo social e impulso de capacidades humanas para superar la pobreza. Su padrón rebasa 6 millones de familias beneficiadas. Junto a la Cruzada Nacional contra el Hambre, son un ligero desacelerador de una creciente desigualdad.
No hay política social de mayor impacto que la garantía de derechos básicos en un entorno económico propicio para la inversión y la generación de empleos, en el cual la productividad nunca se coloca por encima del bienestar de las personas; si bien, para generar bienestar es indispensable el crecimiento económico y de la productividad. He ahí el desafío para impulsar el desarrollo.
La calidad de vida está estrechamente vinculada al ingreso y al salario que perciben las personas. Es cierto, no hemos crecido mucho en las últimas dos décadas, no obstante la distribución de la riqueza en el país ha incrementado notablemente las rentas de pocos y deteriorado el poder adquisitivo de muchos. Esta dinámica económica, más allá de cualquier postura ética, es insostenible en el largo plazo. La productividad sin consumidores, no tiene sentido.
Los salarios mínimos están cada vez más alejados de lo estipulado en el artículo 123 constitucional, el cual señala que “deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”. El ordenamiento constitucional exige una revisión, no sólo para ajustar la realidad del ingreso familiar con el costo de la vida -para superar la línea de pobreza patrimonial, una familia de cuatro integrantes requiere más de cinco salarios mínimos-, incluso, demanda una revisión semántica, para incluir la contribución de la mujer en la economía familiar y garantizar derechos a las jefas de familia.
Sin duda, mejorar el ingreso y la calidad de vida de las personas, superar cualquier clasificación de pobreza, nos llama a replantear la figura del salario mínimo y subsanar las condiciones básicas para garantizar el bienestar humano. Resulta urgente fortalecer la política social, hacerla más amplia y efectiva. La reforma social que exige el país, debe contemplar el desarrollo humano integral y el bienestar como eje central de toda política pública. Y más aún, será indispensable vincular la seguridad pública con la gobernabilidad democrática y el Estado de derecho con la estabilidad social.
No únicamente en México se amplía la brecha de la desigualdad y sobreviene la pérdida del poder adquisitivo de las familias. El sistema económico global no ha sabido superar sus propios desafíos, como algunos suponían. Actualmente, si México, decidiera unilateralmente incrementar el salario mínimo al punto de equipararlo a una renta básica, como expresa la Constitución, más que beneficiar al asalariado, se generaría una fuga masiva de capitales y al mismo tiempo una espiral inflacionaria. Resulta paradójico. Los retos del desarrollo y la superación de la pobreza son multidimensionales. En ese sentido, estamos llamados a la acción en diversas vías.
Hemos hecho de la economía global un sistema altamente complejo. Pero el problema esencial es que, en todo el mundo, admitimos que el trabajo se convirtiera en una mera mercancía, un insumo más para la productividad y el crecimiento.
La globalización contiene un gran potencial para el desarrollo de los países que no hemos sido capaces de liberar. Hace algunos años, el prestigiado economista indio Amartya Sen se preguntaba “¿podrían los ricos haberse enriquecido a través del mismo proceso de globalización si las circunstancias que lo gobiernan fuesen distintas? La respuesta es «sí»”. Hay que colocar a los derechos humanos por encima de todo. Hagamos nuestra parte.