En memoria de Gustavo Sainz
En diciembre próximo cumplirá medio siglo la primera edición de Gazapo, novela inicial de Gustavo Sainz, chilango nacido el 13 de julio 1940, quien ya no alcanzó a celebrarlo: el 26 de junio pasado falleció en Bloomington, Indiana.
A finales de 1965, cuando Joaquín Mortiz publicó Gazapo en su serie “El Volador”, Sainz ya había dado a conocer algunas narraciones en los Anuarios del INBA (1959, 1961 y 1962), además de Siete actos sexuales realizados -un fragmento de de lo que sería su primer libro- en los Cuadernos del Viento (1964). Junto con La Tumba (1964) de José Agustín (1944), Gazapo marca un parteaguas en la literatura contemporánea de México: los adolescentes tomaron la palabra para escribir sobre sí mismos. A esta circunstancia y sus secuelas se le ha dado en llamar “Literatura de la Onda”, etiqueta muy discutible impuesta por vez primera en 1969 por Margo Glantz.
“La Onda es un fenómeno social que se da en nuestro país entre 1966 y 1972, y se funda en el rock…, en las drogas sicodélicas, la mariguana, la pura vida ondera en contra de la vida complaciente”, explica con toda razón Elena Poniatowska (¡Ay vida, no me mereces!, 1985), sobre todo si subrayamos el adjetivo “social”. Un ondero paradigmático, Parménides García Saldaña (1944-1982), escribió una especie de manifiesto del movimiento –En la ruta de la onda, 1972-, en el que uno puede espulgar sus elementos definitorios: juventud, rock, alcohol, mota en particular y drogas en general, uso del inglés y caló, rebeldía, acelere… La Onda fue un fenómeno social, pero no una corriente literaria. En “La onda que nunca existió” (Revista de crítica literaria latinoamericana, 2004), José Agustín así lo señala: “la categoría ‘Literatura de la Onda’… es errónea y se presta a malentendidos y confusiones ya que por esas fechas existió un movimiento juvenil, subterráneo, llamado ‘La Onda’, resultado del cruce entre el movimiento estudiantil de 1968 y las ideas de los jipitecas de la misma época. Los chavos de ‘La Onda’… tuvieron su apogeo en el festival de Avándaro de 1971”.
José Agustín ha escrito algunas novelas que dan cuenta de La Onda en tanto fenómeno social –Se está haciendo tarde (final en la laguna), 1973, el mejor ejemplo-, y aunque le sobran seguidores e imitadores, ni él ni Sainz se erigieron líderes de movimiento literario alguno: “nunca nos juntamos… para decir: somos La Onda. No constituimos un movimiento literario”. Otras novelas de aquella época podrían aceptar el mote de onderas –Pasto verde (1968) de García Saldaña, Larga sinfonía en D (1968) de Margarita Dalton, La muchacha en el balcón (1970) de Juan Tovar, La jiras (1973) de Federico Arana, etcétera-, pero lo anterior no va en descargo de la doctora Glantz: su categorización fue equivocada y ha generado muchos desaciertos: “redujo todo a jóvenes-coloquialismo-drogas-sexo-rocanrol, y encasilló sin ton ni son a René Avilés Fabila, Eugenio Chávez, Gerardo de la Torre, Elsa Cross, Juan Tovar, Parménides García Saldaña, Humberto Guzmán, Roberto Páramo, Manuel Farill, Orlando Ortiz, a Sainz, a mí -argumenta José Agustín- y a varios más. La sola lista evidenciaba que no había leído bien, si es que lo había hecho, a gente que circulaba por carreteras distintas”.
Calificar a Gazapo como ondera es de plano un disparate -qué tanto, se podrá apreciar más adelante-; con todo, existen fuertes lazos entre La Tumba y Gazapo, así como entre los dos libros que sus autores publicarían después: De Perfil (José Agustín, 1966) y Obsesivos días circulares (Sainz, 1969). La liga más importante es el hecho de que las dos fueron escritas por jóvenes menores de 25 años y tienen como temática la vida de adolescentes mexicanos urbanos y clasemedieros. Esto no había ocurrido nunca en las letras mexicanas. Las primeras novelas de Agustín y Sainz no sólo abrieron las puertas de la literatura a otros jóvenes, además motivaron la aparición de protagonistas adolescentes en narraciones de otros escritores mexicanos. Y más, aquellos libros ganaron muchos nuevos lectores: los chavos que se sintieron de alguna manera expresados en esas novelas.
Gazapo narra dos historias y con ellas una iniciación; explica el autor: “En la primera, un adolescente que rompe con su primer ambiente (la familia) trata de adaptarse al segundo (los amigos, la vida en soledad, las aventuras de soltero)… La segunda historia… es la crónica desenfadada de una seducción”.
Menelao, el protagonista, es “casi una copia al carbón” de Sainz. En 1966, el INBA organiza el ciclo de conferencias Los narradores ante el público, en las que participa el novelista, y durante su charla cuenta: “Al día siguiente pasé por Greta; desayunamos frente a la escuela… Sin nada práctico qué hacer… llegamos al departamento, hagan de cuenta Menelao y Gisela en Gazapo…”
Con Menelao/Gustavo en el origen centrífugo de la narración, los personajes se dividen en tres bandos: ¡en esta esquina…!: “la pandilla de cuenta-anécdotas”: Mauricio, Vulbo, Fidel, Balmori, Arnaldo y Jacobo; en esta otra: los antagonistas, comandados por Madhastra, el papá de Menelao, las tías de Gisela -Mochatea la católica y Eválida la evangelista- y el fisgón de Tricardio; ¡y en esta otra, claro, las chavas!: Gisela, Nácar y Bikina.
El protagonista y sus amigos van a la escuela, seguramente en la preparatoria de San Ildefonso, a unos pasos del zócalo capitalino, un lugar fantasmagórico en donde no ocurre nada: lo que sucede ahí no vale la pena ser narrado, ningún profe es relevante. El mundo adulto se percibe difuso; más que crítica, se plasma un desapego a la vida de los padres: “…mi padre (un rostro y un cuerpo desmesurados, unas manos sucias de nicotina)…”; no hay más, ni siquiera tiene nombre, ni siquiera es posible confrontarlo con un referente ideal: “No sé si un padre deba portarse así…” El enfrentamiento generacional sucede casi por obligación, mucho como mera consecuencia del hastío y catapultado por cualquier pretexto: Menelao deja su casa en la colonia Del Valle porque Madhastra leía sus diarios “-…tenía el descaro de subrayar las partes que le parecían interesantes”-, lo espiaba, escuchaba sus llamadas telefónicas… La invasión de la privacidad -origen de la neurosis de ejércitos de adolescentes- es motivo suficiente para que Melajuego deje la seguridad del refugio familiar y se vaya a vivir al departamento de su madre biológica -ausente, por supuesto-. Cuando aún no se cumplen los veinte, lanzarse a vivir solo, asediado por los cobradores, indefenso frente a la mugre y el hambre -no está mamá-, libre de llevar a la novia para conseguir por fin La Meca del coito, es bajar a los infiernos. El rito de iniciación debe realizarse.
Las chavas -su sexo- son el leitmotiv. Nácar es según Vulbo “…la personificación del sexo”. Gisela, la eterna promesa, el faje que jamás termina en penetración, acompaña a Menelao por los caminos del rito iniciático; ambos sin guía, ingenuos, uno documentado y la otra en la ignorancia plena. La Bikina en cambio es una mujer experimentada y controla con sus promesas a Mauricio y Menelao. En Gazapo el calor siempre está martirizando a todos. Menelao escribe, faja y suda.
Los adolescentes recreados en Gazapo son clase media -media media o de plano media baja-, su contexto es el México urbano de principios de los sesenta, aquel brevísimo período durante el cual los baby boomers pudieron probar las mieles del dichoso milagro mexicano. El padre de Menelao no es piloto aviador como el papá de Gabriel Guía (La Tumba), trabaja en una fábrica -”yace en una fábrica”, dice su hijo-, quizá como contador, y se refiere a su jefe como “el patrón”; el padre de Gisela es taxista y gusta pasar los sábados, ¡bucólicos resabios!, tomando pulque. Todos van al Sanborns de Lafragua a contarse las mismas anécdotas porque en su casa se sienten fuera de lugar. Entonces, a recorrer la ciudad, sus calles y avenidas que palmo a palmo testimonian que el hábitat de los padres quedó atrás; la ciudad que se narra es la de los jóvenes, el principio del caos urbano inaugurado por la administración alemanista, el bochorno y el ruido, es la de La región más transparente de Fuentes (1958), pero desangelada: “¡Pinche ciudad! -dice Menelao, muy teatral-. ¡Qué fea es!”
En Gazapo, las máquinas que se han instalado en la cotidianidad juegan rol preponderante: el coche da seguridad y autosuficiencia, mientras que el teléfono posibilita la vecindad psicológica a distancia, permite hablar y hablar con los amigos y toma por asalto el tiempo y el espacio del hogar. Si el aburrimiento está a punto de deportarte a la tumba, pues a dar una vuelta en el coche; y si el hartazgo arrecia “…me pongo los pantalones y comienzo a hablar por teléfono a mis amigos”.
Menelao y sus cuates comparten con Gabriel Guía el aburrimiento, pero su rebeldía no es contestataria, no pasa de la travesura: las cosas no están para hacer la revolución, si acaso para tomar el coche sin permiso. Menelao -sin mayor convicción, como todos sus decires- se declara cristiano, pero se divierte pegando globos de diálogo de La pequeña Lulú en una reproducción de La última cena.
Los gazapos hacen barrabasadas porque están aburridos, y no pretenden revolución alguna porque están cansados antes de tiempo: “su cansancio se transforma en indiferencia, y ésta, a su vez, desemboca en abstención -sentenció Emmanuel Carballo-: abolido su papel en el mundo de las mayúsculas, se refugian en un mundo minúsculo y escrito con burla zambona…” Escribir para matar el hastío, contar lo mismo muchas veces, desde distintas perspectivas, jugar con las palabras: el albur se asoma para espantar la monotonía y si Melomeas se entretiene escuchando las mentiras mil veces contadas por Vulbo, Gustavo se pasó varios años reescribiendo Gazapo: cada historia se vuelve “más larga que un entierro”. Para lograrlo, Sainz no disponía de un arcón lleno de anécdotas interesantes -ya quedamos, el mundo es aburrido-, así que recurre a la escritura misma: echa mano de los diarios de Menelao y Gisela, de cartas y de juegos intertextuales con fragmentos de otros libros; recorre la fronteras tradicionales de los materiales escriptóreos. Se vale de una grabadora para experimentar con el entrecruzamiento de testimonios: escribe lo ocurrido y luego lo graba, escribe lo que graba que ocurrió y así lo que menos importa son los eventos concretos, sino el hecho mismo de testimoniar: “Escribo a máquina y al mismo tiempo grabo, un poco inconexamente… Cualquier cosa, no importa qué…; tan solo crear palabras de izquierda a derecha, y hablar para que ella me oiga…, sepa que estoy escribiendo en mi Remington…”
Muy pocas líneas bastarían para resumir las tramas que se cuentan en Gazapo; todo ocurre durante una semana, pero la forma en que se estructura la novela permite un efecto doble: pasan muchas cosas y al final no ha pasado nada.
En Gazapo los adolescentes entran a la literatura mexicana y lo hacen recreando una realidad sociocultural inédita. En la primera novela de Sainz no se oye rock -el colmo, ¡escuchan a Ray Coniff, Lucho Gatica y Arturo Castro!-, no hay consumo de drogas -Menelao dice que ha tomado un Bromural, pero no hay viaje ni alucine-; no hay desplantes de rebeldía…; en fin, sin las características de los onderos, es una obra que recrea la adolescencia hastiada de los años sesenta y postula como escapatoria la metaescritura.
Cuando apareció la primera edición de De perfil, Huberto Batis se equivocó y por mucho cuando declaró que la novela sería ilegible en 1970… Años antes, Juan Rulfo se había escandalizado con los primeros libros de Sainz y José Agustín. En 1966, Jorge Ibargüengoitia apalea el primer libro de Sainz y para no ir más lejos lo cataloga como una “antinovela”. Pero Gazapo sigue vivo: carga ya sus buenos cincuenta años y sigue leyéndose… Opacado por el escandaloso de José Agustín, olvidado desde que salió del país (1982), malinterpretado por cargar la falsa etiqueta de ondero, Gustavo Sainz es uno de los escritores mexicanos contemporáneos más menospreciados de nuestras letras. Léalo, y si gusta usted del orden cronológico, hay que iniciar con Gazapo.
Ojalá que la Sainz-fiction no descanse en paz.
@gcastroibarra