Los extremos sociales son, en esencia, violentos. Al ampliarse la brecha de la desigualdad se desdibuja la cohesión comunitaria; se hace prácticamente imposible que se reconozcan como iguales el rico, quien vive en la superabundancia, y el pobre, que sobrevive inmerso en la precariedad. La extrema pobreza y la extrema opulencia, son dos caras evidentes de la intolerable disparidad social, visible prácticamente en todos los países del mundo.
Hace unos días, la organización no gubernamental Oxfam México, presentó el estudio Desigualdad Extrema en México. Abrevando en muy diversas fuentes, nos indica que el 10 por ciento más rico del país centraliza el 64.4 por ciento de la riqueza en México, de acuerdo a The Global Wealth Report 2014. Por otro lado, un informe de Wealth Insight, señala que, en 2012, la élite más acaudalada, un poco menos del uno por ciento de la población, concentraba el 43 por ciento de la riqueza total del país. El estudio plantea un comparativo entre el ingreso de los más ricos y los más pobres: “en la actualidad, el rendimiento real de la riqueza de 4 mexicanos es alrededor de un tercio del ingreso acumulado por casi 20 millones de mexicanos”.
Un informe del Banco Mundial, publicado en 2012, encendía una señal de alerta ante el aumento de la desigualdad en la primera década del siglo XXI. Señala que más de 22 millones de personas, ubicadas en el sector de menores ingresos, una quinta parte de la población, tenía una participación menor al 4 por ciento en el consumo nacional de bienes. Al iniciar la década, consumía cerca del 6 por ciento. La desigualdad y la pobreza aumentaron exponencialmente en tan solo una década.
La marginación es caldo de cultivo para la violencia. En un entorno desigual, el crimen organizado capta con mayor facilidad a personas que viven en condiciones de pobreza y extrema pobreza; les ofrecen una salida (aunque sea un espejismo, es un escape a su marginalidad) a la miseria. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) ha señalado repetidamente que deficientes niveles educativos, altas tasas de desempleo juvenil y elevados niveles de desigualdad, están asociados significativamente al crecimiento de los cárteles de la droga, la actividad criminal y el incremento de la tasa de homicidios dolosos.
La caída del muro de Berlín, en 1989, supuso el fin del debate sobre la orientación del desarrollo económico. Se dijo: el Estado no es capaz de manejar la economía. Pero el debate no había concluido. A partir de la crisis económica global de 2008, se derribó otro muro, este ideológico. El colapso de los mercados financieros evidenció que el mercado también es incapaz de autorregularse. Ni el Estado ni el mercado pueden solos.
Se ha buscado afanosamente una tercera vía. Pero la sociedad tiene una conformación naturalmente orgánica, no se ajusta a conceptos absolutos ni a diagramas de flujo. Fue más fácil para un amplio grupo de personas en el mundo convertir a Marx en una suerte de profeta y a la “mano invisible” en una entelequia sobrenatural, que interpretar correctamente las teorías del socialismo científico y los postulados de Adam Smith. Para otros, en cambio, fue más fácil tomar prestadas de ellos ideas, que les acomodaran, las cuales convirtieron en ideología para la conquista del poder político y económico. Han fracasado los modelos, pero hasta ahora, no ha fracasado la sociedad. Con la participación y la organización social podremos encontrar una mejor respuesta. En el seno de la sociedad está la respuesta.
Un gran observador, Alexander von Humboldt, hace 210 años, en su ensayo sobre el reino de la Nueva España, señaló: “México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población (…) Los indios mexicanos, considerándolos en masa presentan el espectáculo de la miseria”.
Hoy en día, como señala el estudio de Oxfam, ser indígena en México aumenta cuatro veces la probabilidad de ser pobre. Se calcula que el 38 por ciento de los connacionales, hablantes de alguna lengua indígena, vive en pobreza extrema; mientras que una de cada diez personas del conjunto de mexicanos está en condiciones de pobreza alimentaria. La exclusión es también generadora de desigualdad. En contraparte, la solidaridad y la cooperación son elementos perfectamente distinguibles en las formas de organización de las comunidades indígenas rurales que tienen mayores niveles de bienestar. No hay recetas para el desarrollo sustentable, pero siempre podemos aprender los unos de los otros.
El reto del crecimiento económico es traducirse en desarrollo social. Si el crecimiento de la economía no es acompañado de políticas redistributivas, efectivas y eficaces, aumentan las probabilidades de que incremente la polarización social, la desigualdad y la marginación.
Al principio del milenio se nos dijo que era necesario crecer para estar en posibilidad de redistribuir. Ahora, con frecuencia se escuchan argumentos en contra o a favor de una política industrial nacional que sea favorable a la producción, que se contrapone con otra que favorezca el empleo. Pero el gran desafío está en lograr que, en las próximas décadas, la distribución del ingreso haga posible el acceso de todos los mexicanos a la satisfacción de sus necesidades básicas. Y el principio de distribución más legítimo y transparente, son los salarios. ¿Qué habría pasado si, por el contrario, hubiéramos distribuido para crecer?
Estaremos de acuerdo en una premisa: en una democracia no puede haber una política económica legítima sin contemplar como requisito indispensable la garantía de los derechos humanos, sociales y culturales. Los derechos son la base para cualquier futuro. Sin seguridad social, no hay nada seguro para una sociedad.