Incluso cuando las grandes fuerzas de la historia nos destruyen,
las historias personales lo son todo para nosotros. De otro modo, ¿para qué contarlas?
E.L. Doctorow
E.L. Doctorow, a los 84 años, falleció en su ciudad de origen, Nueva York. Siendo uno de los narradores norteamericanos más atrayentes e interesantes de la segunda mitad del siglo XX, no llegó, para su fortuna y la de sus lectores, a convertirse en una celebridad ni en portavoz de ninguna causa que no fueran sus propios libros. Ello permitió leerlo con la libertad que reclama un arte mayor como es la literatura.
Y si bien la historia de su país está en el núcleo de sus preocupaciones, de hecho se la ha identificado, equivocadamente en mi opinión, dentro de la tradición de la novela histórica al lado de Thackeray, Tolstoi y Mailer, Doctorow a lo largo de doce novelas, tres libros de cuentos, una obra de teatro y tres o cuatro libros de ensayos, creó una obra notablemente amplia en cuanto a los temas de que se ocupó y excepcionalmente rica en cuanto a la perspectiva y niveles de matización con que los abordó, examinó y recreó.
En el mundo de Doctorow abarca desde los últimos años de la guerra civil en La gran marcha (2006), hasta los renacimientos religiosos en el Nueva York de fines de siglo XX en La Ciudad de Dios (2000), pasando por las tribulaciones del cambio de siglo XIX al XX en Nueva York en El arca del agua (1994), el arranque del siglo XX hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial en Ragtime (1975), los años de la Gran Depresión y el ascenso del mundo gansteril en El lago (1980), La Feria del Mundo (1985),) y Billy Bathgate (1989), el tránsito del macarthismo al activismo antibélico y la contracultura de los sesenta en El libro de Daniel (1971), por mencionar alguno de los momentos o episodios históricos a partir de los cuales fue tejiendo una amplia y compleja épica histórica, social y humana de ese fascinante y en muchas ocasiones desconcertante país que ha sido y es Estados Unidos.
Pero la mirada de Doctorow dista mucho de apoyarse en una vacua pretensión de veracidad o realismo. Su manera de ver la historia y la literatura lo lleva por otros caminos. Subrayo dos: la disolución de las fronteras entre historia fáctica e historia imaginaria, disolución a partir de la cual no sólo es enteramente posible la convivencia, en una excelsa solución de continuidad, entre protagonistas y hechos reales con personajes y hechos ficticios a la vez que el tiempo adquiere una plasticidad y una densidad asombrosa mostrando, como pensaba Eliot, que “El tiempo presente y el tiempo pasado/ Acaso estén presentes en el tiempo futuro/ Y tal vez al futuro lo contenga el pasado.”
Para Doctorow la historia es, entonces, un terreno fértil para la imaginación, para la ficción. Y, más aún, la ficción es portadora de un conocimiento y una sensibilidad histórica que, con excepciones, suele estar vedado a la reconstrucción histórica hecha desde la mera presunción científica o, más exacta, desde las áridas herramientas de la academia. Para Doctorow, el novelista llega a donde el historiador no puede acceder. Un segundo aspecto a resaltar es que esta disolución de las fronteras es indisociable del hecho de que, en buena medida, la obra de Doctorow está regida por el imperativo -estético y ético, uno por lo otro- de restaurar el lugar de los destinos individuales dentro de las grandes corrientes de la Historia, esa que se escribe con mayúsculas: el destino de Odiseo es tan importante como el de Troya y debemos ocuparnos de ambos para entender a uno y otro a cabalidad.
De ahí, creo, el imperativo moral que rige la perspectiva crítica, una perspectiva radical en muchos sentidos, con que Doctorow construye sus novelas. Su radicalidad es, desde luego, más un asunto de temperamento artístico que expresión de convicciones doctrinarios: su mirada a la historia y sus pequeños y grandes personajes está templada por un agudo sentido de la justicia a partir del cual no sólo examinó y puso en suspenso todas aquellas certidumbres desde las que se apoya el ejercicio del poder (político, económico, social, tecnológico, religioso) sino que también pudo reafirmar y reivindicar el poder de la literatura para revelar verdades históricas y humanas que sólo al arte le es dado revelar. El crítico Fredric Jameson captó bien esto al escribir que Doctorow era “el poeta épico de la desaparición del pasado radical de América.”
Pocas obras, como la de Doctorow, han sido escritas al amparo de una confianza tan sólida e invariable en las nupcias entre el arte narrativo y la imaginación histórica. En este sentido la obra de Doctorow es un hermoso y necesario antídoto ante la impostura que hay detrás del estudiado y estéril escepticismo de salón que se escucha en cada nota necrológica o autopsia que se hace sobre la novela, pero también contra aquellos estridentes reclamos de veracidad o realismo que se hacen a la novela, sobre todo a aquellas que se adentran en los laberintos de la historia.
Pocas obras, también, como la de Doctorow para seducir la sensibilidad del lector en cuanto a los poderes del arte narrativo para volverse parte de la vida de uno mismo. Él, desde luego, lo dijo mejor. En un ensayo de 1977, Documentos falsos, Doctorow escribió: “La ficción no es enteramente una forma racional del discurso. Da al lector algo más que información. De las palabras de una ficción se deriva una comprensión compleja, indirecta, intuitiva y no-verbal, y por una ritual de transacción entre el lector y el escritor, en el lector se generan emociones formativas debido a la ilusión del sufrimiento de una experiencia no propia. Una novela es un circuito impreso a través del cual fluye la fuerza de la vida del lector. ’’