La palabra cachetes, propiamente, se refiere a los carrillos abultados. Yo les digo amanzanados, y su representación precisa es la de los querubines barrocos. En los retablos, es fácil encontrar esos estofados: esculturas de madera pintadas y engalanadas con laminilla de oro. Sí, también los hay de vírgenes y santos. Pero como hablaré de cachetes, quedémonos con los estofados de querubines. No sé si la santidad de estas protuberancias tenga algo que ver con el cliché de la abuelita o la tía apretando los cachetes del infante como muestra de cariño; como metáfora de la ternura que inspira un niño. Yo no dejo de creer que ese acto, odioso y amoroso al mismo tiempo, en verdad esconde un ansia caníbal. Lo intuyo, porque los cachetes son deliciosos. No se asusten, todavía no compro el recetario imaginario de Hannibal Lecter, ni mi aventura gastronómica apunta a los de mi especie. No, curadores, tampoco ando por ahí mordiendo piezas de museo. Me refiero a los cachetes que son buenos para comer, en cuanto a permitidos en nuestra sociedad: los de animales diversos.
Piénsenlo, las palabras con la letra ch son sabrosas: chocolate, horchata, chicharrón, chicle, leche, chía, chirimoya, chamorro, tepache, lechón. Y claro, no es de extrañarse que la palabra cachetes suene también sabrosa. La palabra cocochas parece confirmarlo. Hace años las probé por primera vez y me parecieron de una sabrosura que no puedo comparar; acaso con el áspic o con los cueritos. Las cocochas que probé estaban guisadas en salsa verde, no la mexicana con tomate, cilantro y chilito, sino la verde española, con ajo y perejil. ¿Que qué son las cocochas? Tal cual, cachetes de pescado. Hay que tenerle gusto a las comidas gelatinosas para disfrutarlas, y no me refiero a la gelatina dulce. Las cocochas poseen un sabor suntuoso, son un cariño marítimo.
Cierto, en estas tierras son una rareza, pero no en el País Vasco. Los cachetes que nos son familiares son los de cerdo y res, en los incomparables tacos de cabeza. Un taco de cachete es único: la carne es suave y de sabor concentrado. En nada envidian a los carrillos de los ángeles barrocos; el cachete sobre tortillas conoce de los coros celestiales. Pero hay otros cachetes sublimes, casi mágicos, que sólo pueden transformarse con el susurro del fuego, que despide por excelencia el estofado. Aquí me refiero al estofado en la cocina, ya no al del arte sacro; aunque, bien mirado, el que sean homónimos tiene su razón de peso. Muchos dirán que es mejor el asado o el zarandeado, pero no. El estofado guarda todo el poder del fuego, ese que es callado, casi silente, que dura encendido por horas, constante, inquebrantable. En casi todas las cocinas se emplea este sistema de cocción. Están los clásicos y suelen estar incluidos en los grandes menús, pero son eso, estofados: Beef Stroganoff, Coq au vin, Goulash. En fin, el cachete estofado del que voy a hablar reposa sobre una cama de fetuccini a la mantequilla.
Hace unas semanas, un amigo escritor me invitó a LIPP la brasserie de la Ciudad de México. Es una sucursal de la original, en Francia, que ofrece especialidades de la cocina alsaciana. No sólo han reproducido algunos de los platillos que se sirven en Europa sino que también convocan, desde hace cuatro años, a un concurso de novela: el Premio Literario LIPP, emulando “Le Prix Cazes Brasserie LIPP” que se lleva a cabo desde 1920. En este restaurante, por segunda vez, comí Cachete Estilo Miroton con Fetuccini a la Mantequilla. De nuevo dudé si lo que había en mi plato sólo era cachete estofado de ternera o bien escondía trocitos de estofado de ángeles de algún retablo desaparecido. Sí, el plato es celestial. Además, siempre me resulta grato que existan lugares que combinan la sazón y las letras. Un lugar ideal para compartir con la gente que coincide en el oficio y en el amor por la comida.
A veces imagino ciertas piezas de la literatura como estofados perfectos: se han quedado dentro de la olla, el tiempo necesario, con los aliños adecuados y a fuego lento. Las marmitas de cada escritor son variadas. Tal vez al final los platillos no sepan a lo mismo ni logren el brillo de los estofados sacros. Pero basta el hecho de que los fogones sigan encendidos en hogares varios y que los platos circulen, y existan comensales que deseen probar lo que se ofrece. Los cachetes serán unos de mis consentidos, sobre tortilla y accesibles, o sobre fetuccini y viables gracias a la generosidad de mis amigos. Las letras también continuarán en el menú, con los alicientes que estén en la despensa. Propios o de lejanos continentes.