A veces me pregunto, si la crueldad es el arma favorita
Escuchar e incrustarse en aquello en que por algún motivo te tocó vivir o escuchar. Aquello que si de inmediato te repliegas o paras en seco no te dará oportunidad de aprendizaje… Pero que si no lo haces, si sigues, sabrás más, aprenderás de otros y de ti mismo. Aunque después, inesperadamente para los otros, seas cruel. Así, estos cuentos son como si a hurtadillas el autor se hubiese metido, incrustado en las vidas ajenas.
Primero obtienes. Así hurga Jonathan Minila en los miedos humanos, y luego deja, luego suelta. Parecería algo totalmente utilitario -el mero acto de la escritura-, esa necesidad de la representación. Sin embargo, actuar así -utilitariamente- es lo que te proporciona su aprendizaje, y no significa de ninguna manera que estos cuentos adoctrinen o tengan espíritu didáctico. No lo tienen, no lo buscan.
Estos siete cuentos que conforman en un todo Lo peor de la buena suerte, son vaticinio, son presagio de esta realidad de la que muchos aún no nos percatamos pero que nos está noqueando, devorando quizá. Como siempre, aquello que nos aturde lo alejamos, lo desdeñamos; no lo queremos ver, lo evadimos.
¿Será que cuando la realidad nos rebasa, se escriben cuentos?
Con la mejor tradición de los clásicos (Lovecraft, Kafka, Poe, Maupassant, Carver, Chéjov…) y los no tan clásicos pero fundamentales (Milan Kundera, Eduardo Antonio Parra, Enrique Serna, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ethel Krauze, Enrique Serna…), las historias que el autor nos ofrece nos llevan por un camino natural, hasta que nos rodean (nos cubren, por llamarlo de alguna manera) y nos introducen, haciéndonos espectadores, de algo que no funciona, extraño, que no está bien, que nos está excediendo, deformando. Pareciera una caminata sin rumbo fijo que de repente se convierte en una persecución. Tal como la vida nos resulta.
Podría pensarse que estos cuentos llegan justamente como preámbulo a ese Gran Anuncio, a ése que desearíamos sólo fuera un Aviso Oportuno perdido entre tantos otros, con la posibilidad de atenderlo, topárnoslo o no…, pero que viene en forma de cuentos, para sacarnos del letargo en el que nos hemos mantenido mucho tiempo aun con tanta tropelía. Escuchamos, vemos, percibimos lo que ocurre a diario y nos sentimos ajenos -salvo por momentos-, pero no, no lo somos…
Por eso, cuando la realidad nos rebasa, se escriben cuentos.
En estas narraciones impasibles y sin miramientos, Jonathan Minila no se detiene o tiene conmiseración ni con sus personajes, pero tampoco con el lector, se dirige a cualquier tipo de público con sus historias cotidianas, y al mismo tiempo, distribuye -esparce- referencias culturales que atienden a las necesidades de un lector que se sentiría incómodo asistiendo a explosiones de violencia sin coartada. Lo escandaloso viene cuando los sucesos se cuentan con naturalidad, y que la justicia que se alcanza al final es tan arbitraria y/o tan casual, como los delitos.
“La crueldad de la literatura…, ataca el núcleo de nuestros hábitos intelectuales, la rutina de nuestros corazones y cerebros. Nos persigue hasta nuestras estancias más privadas y descubre aquello que se encuentra oculto bajo las sábanas y que preferiríamos no ver”, así lo plantea José Ovejero en La ética de la crueldad.
Lo peor de la buena suerte no es una reunión de historias nada más. Bien pensado desde el título (que da nombre a uno de los cuentos), hasta la disposición de cada uno. Es un libro hecho con amor, por el autor, pero también a nivel editorial, desde la portada, la tipografía… El libro arranca con la historia de un hombre que frente a un gran público lanza una realidad que anuda gargantas por decir lo menos: “Comencé a desaparecer a los cinco años”. Ese público empieza a sentirse agobiado ante lo que en el recinto el dueño de la tragedia les expone, y no es que no lo supieran, sino que tuvieron la oportunidad de presenciarlo, de atender su morbo y escucharlo de viva voz, de lo que quedaba físicamente de ese personaje en desgracia.
“Uno recuerda el camino que lo lleva a perderse, aunque en el momento no sepa que ese es el camino que lo llevará a la memoria”, dice la voz. Este escritor es el personaje de Perorata de un desaparecido, y este es justamente el personaje con una historia inaudita, el que comenzó a desaparecer. ¿Qué ocurriría si un día sin más les desapareciera una parte de su cuerpo, del mío, del de ustedes?, si otra ocasión otra parte, y así, frente a un universo que creemos que se rige con otras reglas, unas que consideramos que conocemos. Pero, ¿y qué tal si se rompe el pacto establecido?, no el social, sino el de la existencia, el universal. ¿Entonces qué?
“El dolor no se ve, sino que tan solo se presiente”, expone Javier Moscoso en Historia cultural del dolor. Así sucede con los cuentos de Minila. Es una búsqueda porque el lector no se pasme, no se quede en la inacción. Se sorprenda y se pinche con las historias. Nos transporta el autor a su imaginario, a sus sensaciones, a lo que le cimbra del mundo, a sus miedos y a los de otros.
Porque el miedo es una idea política, y la literatura también es política. Recordé ese chiste que leí repetía Thomas Hobbes, quien nació en abril de 1588, en vísperas de la invasión de Gran Bretaña por la Armada española. Cuando los teólogos informados estudiaban minuciosamente el libro de la Revelación, convencidos de que España era el Anticristo y de que se acercaba el final de los tiempos. Tan extendido estaba el miedo del inminente ataque cuando él nació, que ya mayorcito, solía contar: “Mi madre tenía tal miedo, que dio a luz a gemelos: a mí y, conmigo, al miedo”. Luego escribió Leviatán.
Jonathan mantiene perfectamente la tensión en cada historia, juega y lleva al lector por esos puntos ciegos que estoy segura espera nunca se susciten en la vida cotidiana, pero sabe que pueden ocurrir en esta sociedad flotante, que vive en la levedad, en tránsito (y no hablemos de Movilidad).
Sus personajes tienen que ver con su trabajo, con el que desempeña en una oficina, con su trabajo de escritura, con periodistas; pero sus personajes son, me atrevo a decir, sujetos que caminan la ciudad, comunes y corrientes.
Sus temas: la escritura, la memoria, el olvido, la fuerza corporal, la mental, estirar la fuerza humana… La evasión y la incapacidad de enfrentar. La angustia, la esperanza, los síntomas, el sueño, el imaginario colectivo, la ruptura…
Emplea frases poderosas, que tienen truco y que construyen perfectamente a los personajes. Se encontrarán con muchas… por ejemplo, en Portafobia: “Así resulta lo inesperado: despierta en milésimas de segundo el instinto de supervivencia, el miedo. Si no hay peligro, desaparece y se olvida. Pero aquel breve instante siempre estará ahí, listo para despertar de nuevo”.
Jonathan hace hablar a su personaje, escritor, cuya búsqueda clara es: “Que en la historia hubiera fuerza, una línea narrativa y un conflicto”. En lo personal, no creo que las fórmulas existan y que él -el autor- se haya trazado únicamente eso. Pero este no es el motivo de la exposición, porque nos iríamos a la pregunta fundamental, sobre si se enseña o no se enseña a escribir, si esto es posible. Sin embargo, reza otra de sus frases en el mismo cuento: “La imaginación puede ser la más terrible de las puertas. Aunque también funcionaba para huir. Para perderse”. Y continúa: “Parecía toda una mentira. Inventar una situación para explorarse a sí mismo. No estaba funcionando. No, porque de nuevo estaba ahí, la sombra”.
Sin embargo, lo fundamental no es comparar con el pasado, sino batir el presente y dar cuenta que estas historias se traducen en esa sensación de que los seres humanos somos efímeros, más efímeros que nunca. Que podemos desaparecer en cualquier momento y quisiéramos dejar rastro, pero no sabemos, y esa desaparición puede ser física o también mental. A partir del olvido, de perder memoria. Aunque la búsqueda de estos cuentos es dejar memoria.
Después, el personaje se hace una pregunta fundamental en Portafobia. “¿Qué mujer haría el amor con un cobarde? …Tenía que solucionar ese problema, de una vez por todas”.
“Pero lo único que necesita un cobarde -relata el autor también- es un pretexto para no enfrentar sus miedos, y esos aparecen siempre, en cualquier parte, cuando se es uno”.
Por eso repito, cuando la realidad nos rebasa (y nos percatamos), se escriben cuentos
Angustia, rabia, situaciones extrañas y ajenas que nos hablan de la vaguedad y levedad de la existencia; de la burla frente a nosotros. No saber si vas o no vas. Es esa idea de encontrarte en un mundo y también la sutil posibilidad de la evasión perpetua.
Aquel otro cuento, del romance en que el hombre con tal de no perder a esa mujer con la que vivió un aventura, la cita (como solemos hacer las mujeres, para poner todo claro o ver la posibilidad de una oportunidad) y le dice que quedó embarazado.
También está aquel que pierde la memoria todo el tiempo.
O ese otro que en este México está acostumbrado a estar jodido, pero nadie le enseñó a ser exitoso y no se lo puede creer. De ahí el título: Lo peor de la buena suerte.
Y uno más, en el que existen cierto tipo de delitos, los delitos mentales, y en el que al personaje le secuestran el sueño justo cuando logró conseguir un trabajo, tan difícil en ese entonces, en ese lugar.
O aquellos que llegan a la última corrida del metro, desconocidos que se unen y desunen en el trayecto.
En este libro el trayecto es lo fundamental. En Lo peor de la buena suerte cada historia es original. Es como la tragedia cotidiana, que por ser tan cotidiana, tan común, dejamos de verla hasta que nos toca vivirla. Mitos, leyendas, que comenzamos a sentir en carne propia un día cualquiera, más cerca de nosotros que nunca antes en nuestra historia.
El terreno sombrío es la base del conocimiento. Escapar de la comodidad, de lo seguro, buscando lo incierto. Si la incertidumbre se disipa es porque la conjuró nuestro deseo, no nuestro entendimiento.
Cuando la realidad nos rebasa, se escriben cuentos.