Cuando era niña, hubo un tiempo en que me gustaba ir de visita a casa de mi tío Carlos. En parte, porque él estaba en un largo viaje (de verdad, no de esos largos viajes que les inventan a los niños cuando alguien muere) y su casa era, para mí, el equivalente de un barco hundido o una mansión abandonada, pero mejor, porque tenía un buen y nutrido librero. No sólo eso: el librero en casa de mi tío Carlos era, para mí, como un portal a otro universo: tenía muchísimas revistas Selecciones del Reader’s Digest pero en inglés y de tiempos remotos (entonces me parecían de tiempos remotos: ahora caigo en la cuenta de que la mayoría serían, cuando mucho, de unos diez o quince años antes). Yo no era entonces muy buena que digamos para leer en inglés (de hecho, todavía no lo soy: entiendo, sí, y con un diccionario a mi lado nadie me detiene –ja–. Pero, para mí, la experiencia de ir convirtiendo el texto de un idioma a otro no se compara con la emoción de zambullirme en un libro bien escrito en español –o bien traducido, claro), pero me gustaba ver los anuncios, sobre todo de juguetes y las caricaturas. En una de esas incursiones al librero de mi tío Carlos me encontré una antología de lecturas escolares. En inglés, claro. Su título era Silver Web, estaba publicada por D. C. Heath and Company (una editorial de Boston) y era de 1964. Primero me llamó la atención por las ilustraciones, que eran muchas y de muchos estilos diferentes. Pero al hojearlo le encontré otros atractivos: algunos de los textos eran cortos y un par, al menos por lo que podía inferir a partir de los dibujos, trataban de historias que yo conocía por películas: Travesuras de una bruja y La telaraña de Charlotte. Yo no tenía ni la más remota idea de que esas dos historias que tanto me habían gustado se basaban en libros. En esa antología de mi tío Carlos supe que la historia de la bruja que adopta a tres niños durante la segunda guerra mundial y que los hace volar en una cama en vez de una escoba es una historia no de Disney sino de Mary Norton. De hecho, la película se basa en dos libros, The Magic bedknob y Bonfires and broomsticks, que luego fueron fusionados en uno solo, Bedknobs and Broomsticks… y que a la fecha no he podido encontrar en nuestro idioma. Sé que hay una edición de Bruguera de 1982, titulada La bruja novata, pero no la he conseguido. Y, la verdad, mi sueño es que en algún momento una editorial de este lado del mar se ponga viva y saque una edición mexicana, sin chiringuitos, vales, ir a por y todas esas cosas que en España son naturales pero que a los lectores de acá nos hace sentir que de todos modos el libro está en otro idioma: uno más parecido al nuestro, y que a lo mejor hasta dominamos, pero que no deja de ser otro. Algo parecido ocurre con la otra historia que les comento, que en español se llama La telaraña de Carlota y de la que hay una edición de 2005 de Harper Collins: ¿no estaría padrísimo que hubiera una versión traducida en México?
En todo caso, en ese libro descubrí otra historia de la que nunca había visto una película ni había sabido nada: eran las aventuras de un osito peruano que vivía con una familia inglesa. El osito, Paddington, hacía su mejor esfuerzo por adaptarse a las costumbres humanas, pero en el intento les hacía pasar todo tipo de situaciones caóticas. El fragmento sobre Paddington me gustó tanto que me puse a leerlo despacio, con diccionario en mano, y se convirtió en una de mis historias favoritas. Mucho tiempo después supe que las novelas de la serie Paddington, del inglés Michael Bond, son todo un clásico en Inglaterra. La buena noticia es que hay una edición muy reciente en nuestro idioma del primer libro de la colección, Un oso llamado Paddington, gracias a la película que se le hizo el año pasado. Es española, ni modo, pero algo es algo.
Han pasado unos treinta años desde que me encontré Silver Web en el librero de mi tío Carlos. Él regresó de su largo viaje y yo le entregué el libro, impoluto, tras disculparme por haberlo tomado sin su consentimiento. Mi tío me dijo que para eso eran los libros y hasta me agradeció las visitas a su casa en su ausencia: “los libros se deprimen si pasa mucho tiempo sin que alguien los abra”, me dijo y, en uno de los actos de suprema generosidad que lo caracterizaban, me regaló la antología. Todavía la tengo en un sitio de honor. Y todavía, cuando la hojeo, me pregunto por qué libros tan buenos como esos tres que les comentaba acá arriba han tenido tan poca difusión en nuestro país. Es asunto de traducciones, claro. Y de eso seguiremos platicando la semana entrante.