Cuando seas grande, comprenderás / País de maravillas - LJA Aguascalientes
21/11/2024

Cuando era niña, pocas frases me podían poner de peor humor que esa: “cuando seas grande lo comprenderás” (otra que me caía igual de gorda era una variación de esta: “eres muy chica para entenderlo”). Yo sentía que era una gran injusticia, sobre todo porque los adultos jamás aceptaban un “eres muy viejo para entenderlo”, a pesar de que algunas cosas que me parecían perfectamente claras y obvias a ellos les resultaban confusas o incomprensibles.

Me acuerdo en particular de una ocasión: acababa de morir Dumbo, mi gato, y se me ocurrió preguntar por qué. No tienes edad para entenderlo, dijo mi abuela, y yo le respondí algo del tipo: si no tengo edad para entenderlo, ¿por qué tengo edad para que me pase? Ahora supongo que mi lógica fallaba un poco: las cosas nos pasan, las entendamos o no. Pero también fallaba, creo, la lógica de mi abuela: ¿a poco los adultos sí entienden por qué se muere un gato querido, o una mamá, o un amigo? A lo mejor entienden que es irremediable, pero ¿qué eso no se lo pueden explicar a un niño o una niña? Dependiendo de la edad, al menos se le puede explicar la ausencia, o que la tristeza es normal, o que se vale enojarse (puesto que es parte del duelo, aunque no se lo digamos con esas palabras). Por supuesto que es difícil y habrá cosas que el nivel de desarrollo de la chamacuela o chamacuelo no permitan explicar a fondo, pero seguro que intentarlo es menos frustrante que escuchar un “no tienes edad para entender”. Porque el subtítulo es: como eres chico(a) eres tonto(a). Y eso sí que no.

Supongo que justo esa muina que me daba cada vez que me decían que me faltaba edad para comprender algo fue lo que me hizo disfrutar mucho, allá cuando era niña, el libro de Antoine Saint-Exupéry, El Principito. Me encantaba que el autor, a pesar de ser adulto, reconociera que los adultos a veces eran (son -¡somos!) un poco tontos. Que hay preocupaciones adultas bastante absurdas y que ciertas actitudes supuestamente maduras son contradictorias y ridículas. Sin embargo, no será hoy que hable de El Principito, básicamente porque de ese libro querría hablar de muchas más cosas aparte del retrato que hace de la adultez. Lo que quiero dejar dicho con respecto a ese libro es que fue el primero que me encontré que se atrevía a hablar mal de los grandes.

No es poca cosa, ¿eh? Recuerdo que una de mis primas solía ir al psicólogo infantil y que éste le aconsejaba siempre obedecer a sus papás, sin importar lo que le ordenaran. Y una vez, cuando mi prima, enojada, preguntó en casa que por qué el doctor siempre se ponía del lado de su papá, mi tío le respondió: “porque sabe quién le firma los cheques”. Bueno, pues muchos autores (y muchas editoriales) se comportan como si supieran quién les firma los cheques y prefieren pintar adultos sensatos, conscientes, responsables, perfectos. Así que, como decía, es una gran sorpresa cada vez que encuentro libros que se atreven a criticar esas actitudes que los adultos mismos deberíamos criticar en nosotros (y de las que deberíamos ser capaces de reírnos).

De entrada me vienen a la mente tres ejemplos de este saludable (y divertido) ejercicio:

  1. La peor señora del mundo, de Francisco Hinojosa. Considerado por muchos como un clásico moderno, es la pesadilla de muchos otros, que opinan que está fatal hablar de una persona tan mala que castiga a sus hijos cuando reprueban pero también cuando sacan dieces. La verdad es que la mujer del cuento es una versión tan exagerada de los adultos malhumorados que se disfruta muchísimo. Además, la manera en que se resuelve el problema es ingeniosa, divertida y muy lúdica (y es ideal para platicar con los niños acerca de lo que es bueno y lo que es malo, lo que lastima a los demás y lo que beneficia a todos. Digo, por si quieren encontrarle un extra).
  2. Nina Complot, de Karen Chacek. Aquí, la protagonista es una niña punk que tiene que salvar al mundo de las máquinas ruidosas. El obstáculo principal es la estupidez de los adultos, que no sólo permiten la presencia de las máquinas, sino que hasta parecen disfrutar la incomunicación (y antes de decir que eso es irreal: ¿no les ha tocado ver papás o mamás clavadísimos en sus celulares mientras sus niños y niñas están a la deriva?
  3. Mi tercera recomendación se titula, precisamente, Cosas que los adultos no pueden entender, y es de la autoría de Javier Malpica. En esta novela, Malpica nos presenta a Sara, una niña que no entiende por qué de repente su mamá miente, hace berrinche, dice mentiras, necea… esas cosas que se supone que hacen los niños y no los adultos. Tampoco entiende por qué su mamá se toma a la tremenda que el abuelo va a casarse otra vez… con una mujer treinta años más joven que él…

¿Les digo un secreto? Libros así no sólo son divertidos para niños y jóvenes, sino que a los adultos nos hacen, quieras que no, mucha falta.


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