Las elecciones en América Latina. En 1962 realicé uno de los proyectos más ambiciosos de mi vida: viajar por América Latina, porque no quería escribir mi tesis profesional sobre el tema que de ella había elegido solo con base en teorías o hechos interpretados por otros, sino con la vivencia directa de mi propia experiencia. Vale decir que aquella fue toda una odisea de más de medio año por tierra y mar, que logré llevar a cabo con los escasos dólares que había logrado ahorrar en un año de trabajo, el último de los cuales se esfumó el día que llegué a Río de Janeiro, paraíso en el que pasé los mejores tres meses de mi viaje.
En el terreno electoral encontré solo tres países hermanos que se vanagloriaban de contar con una estabilidad democrática ejemplar: Costa Rica, Chile y Uruguay, país este último que en aquél entonces tenía el palacio legislativo más soberbio de América Latina. El único que logró sostener su democracia en forma continua hasta la fecha es Costa Rica, que desde 1949 realiza sus elecciones pacíficamente cada cuatro años.
El resto de nuestra Región continuó padeciendo presiones, agresiones soterradas, golpes de estado provocados, magnicidios y hasta descaradas invasiones militares del imperio; ¿qué clase de democracia podía subsistir en esas condiciones?
A pesar de las desviaciones de nuestra revolución sobre todo en lo que respecta al fin por el que luchó el pueblo, que fue el sufragio efectivo, México era visto por todos nuestros países hermanos como el ejemplo de desarrollo con estabilidad y como el valladar nacionalista que sobre todas las dificultades se esforzaba por defender a todos de las pretensiones expansivas del imperio estadounidense, imagen fortalecida dos años antes por la gira que en 1960 había realizado por primera vez en América Latina un presidente mexicano con visión geopolítica y corazón bolivariano: Adolfo López Mateos. Ese fue el afectuoso sentimiento solidario con el que siempre fui recibido en todas partes. Lamentablemente, seis décadas después no queda ni la sombra de lo que México significaba para nuestro subcontinente.
De nuevo en el país, en 1964 participé por segunda vez en unos comicios federales de los que resultó presidente Gustavo Díaz Ordaz. Pero yo, con toda mi experiencia teórica y práctica navegaba en los hechos -como la gran mayoría de la población- en el éter ficticio electoral, sin brújula alguna.
En lo personal, me realizaba profesional y académicamente de manera satisfactoria; el profesor Enrique Olivares Santana me invitó a colaborar con él desde el Instituto Mexicano del Seguro Social como director fundador de los Servicios de Prestaciones Sociales, con que el IMSS integró todos sus servicios en Aguascalientes y con cuyas funciones se estrenaron en 1966 las entonces magníficas instalaciones de la Unidad de Servicios de José María Chávez, esquina con lo que entonces era un camino de terracería y lo que ahora es la avenida Convención de Aguascalientes. Por cierto, el 1 de marzo del año próximo se cumplirán cincuenta años de ese acontecimiento.
El Estado estaba en plena efervescencia electoral intermedia y mi querido amigo José Padilla Cambero insistía en acercarme al Partido Revolucionario Institucional (PRI) invitándome a las giras de las campañas a lo que yo no me hacía del rogar porque me interesaba reencontrarme con todos los rincones de mi Patria chica; a todas asistió también mi querida compañera Arundina, la hondureña que acabó conociendo nuestra geografía, nuestra gente y nuestras costumbres mucho mejor que cualquier mujer aguascalentense, porque además participó con Mercedes Escamilla en su importantísima investigación sobre los ejidos de Aguascalientes.
Tal vez ese hecho hizo suponer al profesor Olivares Santana que yo pertenecía al PRI y probablemente le sugirió al profesor Refugio Esparza Reyes, a la sazón presidente del Comité Directivo Estatal, que me designara secretario general de la CNOP, punto estratégico en el cual hubiera podido proyectarme fácilmente para algún cargo de elección popular. La recepción del documento me produjo una gran sorpresa; el caso es que el profesor Esparza tenía que enterarse de que yo no era militante del PRI y me exigió que me incorporara de inmediato. Al pedirle un ejemplar de los documentos básicos para darle mi respuesta dio orden inmediata en ese sentido pero pasó una semana y los famosos documentos no aparecieron. Nadie se había dado cuenta, nunca, que el PRI estatal carecía de ellos.
Para no hacer el cuento largo fui a buscarlos a la sede nacional del PRI y resulta que tampoco, nunca, nadie se había dado cuenta de que no existía un solo ejemplar para consulta en todo el edificio.
Carcomiéndome la curiosidad, me valí de mi querido amigo y maestro el historiador Gabriel Saldívar y Silva, quien consiguió que del almacén que estaba cerca del edificio principal, obtuviera un juego completo que me entregó el viejo encargado, quien me decía angustiado que si alguien se enteraba de aquel hecho lo menos que perdería era su trabajo, pues había orden estricta de que no saliera ni una hoja si no era mediante documento confidencial autorizado por el propio presidente del partido; obviamente le aseguré que yo no iba a provocarle daño alguno, prueba de lo cual era la persona que me recomendaba, a lo cual él asintió, tranquilizado. Era yo poseedor de un secreto de Estado.
(Continuará)
Aguascalientes, México, América Latina