Una amiga me platicaba de su vida en las alturas. Tiene su estudio en un décimo piso y me imaginé a sus ojos como una hormiga diminuta caminando zigzagueante detrás de otras hormigas en una línea infinita e inevitable.
Hoy me enteré que esos pequeños bichos, siempre muy trabajadores, ejemplos irresistibles para cualquier sociedad y mascotas orgullosas de los sellos escolares, solamente duermen dos siestas de ocho minutos al día. Por favor, necesito que algún estudioso me corrija porque eso me da mucha tristeza. Trabajar como un abismo perpetuo y el único regalo son dieciséis minutos.
C me contaba que compró un telescopio porque la altura es una tentación. Sí, existe el lado amable y romántico: usaba el aparato para ver las nubes y el horizonte pero una altura de diez pisos es, en realidad, una tentación poderosa; estar por encima de los otros es una oportunidad para vigilarlos, robar un pedazo de su vida y trastornarlo en una ficción propia, quizás íntima. C podía poseer a cualquier hormiga que desease al mirar su cabeza, a través de la lente, como en la simulación de un dios ocioso y olímpico.
C me contó de una embajada. Si uno la mira desde arriba tiene la forma de un águila. Me dio risa. Le pedí perdón porque sentí que debía hacerlo. Ella me contó del patio principal en el pecho del águila y como alguna vez miró a un hombre maduro sobando a una jovencita. Al compartir su ficción pensé en el hombre: ¿un embajador, un hombre de mediano rango, un intendente? Luego pensé en la muchacha: quizás era blanca, de cabello castaño y larguísimo, quizás vestía un uniforme de alguna escuela privada. Quizás.
Ella entonces me contó de las prostitutas colombianas, de alto presupuesto, y las tremebundas fiestas que organizaban en el penthouse. La descripción fue jugosa y envidiable pero prefiero mi palabra simple y chusca para reducir los desnudos, los labiales rojos y los vestidos accesibles. No pude evitarlo. Tremebunda es una palabra que usan las tías y los abuelos para atremendar algo burdo.
Mientras C contaba historias de ladrones y de fiestas, de helicópteros para jóvenes consentidos y de cortinas misteriosas y opulentas, asomé la cabeza por mi propia ventana y miré al Popo. Traté de encontrarle un chiste a la montaña y no lo tiene. Para el Popo soy un opilión. Aunque algunas veces se corone de nieve, o escupa ceniza y humo, para mí es un volcán aburrido y soso que algunas veces se burla de mí porque dejé de fumar para curarme de los nervios.