En un imaginario pueblo del centro de México, cada mañana los borregos acuden en tropel al desayuno que les sirven sus amos. El opíparo alimento lo sirven junto al horno de hoyo, de donde sacan humeantes los atados de pencas de maguey que contienen una suave y deliciosa carne que fue horneada durante varias horas desde la media noche anterior. Los borregos, herbívoros por naturaleza, ven ingenuamente a los hombres echar la leña desde la tarde, para calentar lentamente las piedras que desde el fondo del horno cocinarán el jugoso platillo. Entonces, se van tranquilos a dormir con la certeza de que a la mañana siguiente podrán saborear el delicioso manjar, sin sospechar que, para alimentarse, se estarán comiendo a un semejante y en cualquier momento ellos mismos serán el platillo que alimente al rebaño.
La ignorancia es un regalo que asegura vivir tranquilamente, hasta que algo malo sucede que nos obliga a abrir los ojos.
Los monopolios globales -banca, alimentos, químico-farmacéuticos, información, energéticos y armas-, apoyados por los gobiernos nacionales en casi todo el mundo, continúan controlando el rebaño mundial con la alegre mercantilización de todos los ámbitos. La mercantilización ha hecho que todas las cosas sean intermediadas, que casi todo objeto y servicio y todo bien sea motivo para producir ganancia y no un bien para producir bienestar. La producción agropecuaria no se considera ya el sustento de los pueblos al descartar el paradigma de la soberanía alimentaria por el de la seguridad alimentaria. Lo importante en el mundo moderno es contar con dólares, vendiendo lo que sea, conforme lo requieran y al precio que lo paguen los monopolios globales; la finalidad es asegurar la posibilidad de comprar en los mercados internacionales el alimento fabricado masivamente, con mínimos niveles de calidad, como una mercancía más al igual que las mercancías que demandan la moda y la industria cultural internacional.
¡Todo está a la venta! Incluso los bienes públicos como la salud y la política. El trabajo es una mercancía cuyo precio de mercado, el salario, se precariza continuamente. En la lógica del capitalismo salvaje, en su versión autodestructiva llamada neoliberal, se enfrentan diariamente las personas para sacar el máximo partido de su relación con los demás. Y, estando concentrado el control por los monopolios globales, en cada transacción todos los demás pierden al creer que ganan sobreviviendo hoy a costa de otros, cuando mañana pueden ser devorados por los demás.
Vivimos en sociedades, además de mercantilizadas y precarizadas, irónicamente desconectadas en el seno de la gran proliferación de medios de comunicación. Las ciudades están también desconectadas de la vida natural: queremos de todo en todo momento y todo lugar, hoy no nos preguntamos de dónde viene el alimento y mucho menos si es natural tener kiwis en la Antártida o mangos en invierno. Al fin de cuentas, la industria químico farmacéutica y el gasto ilimitado de energía, a cambio de unos dólares, hacen posible cualquier capricho.
Estamos en el mundo gestionando como mercancía nuestra vida individual y compitiendo contra los demás, en una carrera donde la generosidad no tiene cabida, como tampoco lo tiene el sentido comunitario. Es tonto el que no vive pretendiendo la ganancia.
Si no tienes trabajo, si no te alcanza para vivir, es tu culpa por no haberte puesto a la altura del mercado; nadie te echará en cara el que sacrifiques tu dignidad para conseguir trabajo a toda costa. Lo importante es ser triunfador, medido esto en éxito monetario, aunque te comas a los demás.
La carrera por la supervivencia, y los distractores sociales y mediáticos de que se vale el sistema para mantener oculta la realidad que acusa un sistema económico en decadencia, impide vernos al espejo y saber lo que realmente queremos. El sistema educativo oficial suple con su propia versión de lo sucedido en siglos y décadas pasadas, nuestra sed de identidad y encuentro con nuestra historia. Los medios masivos llenan el hueco del cuestionamiento sobre qué nos está pasando en la actualidad -la historia reciente- y replicando a diario lo vano, lo superficial, lo que distrae y es irrelevante.
Los borregos que comen barbacoa no se preguntan por qué ya no llegó a comer esta mañana aquel borrego pinto que siempre daba de topes para ponerse en primer lugar de la fila para comer. Tampoco se preguntan por qué tampoco se presentó hoy el grupo que antier balaba incomodando a los que preparan a diario el horno como queriendo advertirle algo al rebaño. Lo importante para el rebaño es comer, no detenerse en quienes ya no están, y disfrutar el gusto de pasar un día más.
Los seres humanos necesitamos recordar. Las personas necesitamos recordar para hacernos más humanos.
A nueve meses de los terribles hechos de Ayotzinapa, y con la memoria fresca aún de tantas afrentas, desde Acteal hasta Tlatlaya, desde Pasta de Conchos hasta la casa blanca pasando por la guardería ABC, necesitamos contarnos la historia de la vida cotidiana para no olvidar.
Demasiados distractores nos han hecho perder la conciencia de nuestra historia reciente y con ello, la pérdida de noción respecto al rumbo que el pueblo soberano podría dar a la política económica y las políticas públicas en general. Nos dicen que los problemas son técnicos, no políticos. Se hacen las reformas estructurales aduciendo que la gente es demasiado ignorante como para decidir qué hacer con nuestros recursos. Nos han arrebatado la capacidad de decidir sobre nosotros mismos y nos han hecho pensar que votamos realmente para elegir a los que nos gobiernan, cuando ellos los ponen en la boleta y nosotros sólo los seleccionamos.
Nos han dicho que es bueno, que es normal que nos comamos unos a otros. Pero podemos decir que ya no. Sólo es necesario que un grupo suficientemente numeroso comience dejando de cooperar en este canibalismo depredador. Sólo falta eso para recuperar nuestra identidad y calidad de seres humanos libres.
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