Hace cuarenta años, cuando comenzaba a estudiar mi especialidad en el Instituto Nacional de Neurología, llegó al hospital un novedoso equipo de diagnóstico; un electroencefalograma de dieciséis canales. Antes de ellos y desde que el aparato se inventó en 1920, todos los registros tenían sólo ocho canales. Los estudiantes nos sentimos emocionados por contar con un implemento que nos permitiría detectar una enfermedad cerebral con mayor rapidez y efectividad. Pero nuestro maestro no mostró el mismo entusiasmo. Por el contrario, dijo: “Ahora comenzarán a dejar de usar sus lóbulos frontales”. Su conclusión era simple, a mayor y mejor tecnología, menor uso de la inteligencia y la capacidad deductiva. Su voz fue de profeta. Por ese mismo tiempo aparecieron extraordinarios equipos como la tomografía cerebral, la electromiografía, los estudios de velocidad de conducción nerviosa, retinógrafos y audiógrafos selectivos, todos ellos de enorme ayuda para el paciente. Efectivamente los padecimientos se identificaron desde entonces con gran celeridad y precisión. Sólo que el precio que pagamos fue muy elevado. Anteriormente el médico realizaba la exploración, a un lado de la cama del paciente (por ello se llama clínica) los métodos para conocer el estado del paciente eran la observación, la exploración compuesta por inspección, palpación y percusión, pero sobre todo por la entrevista. Ésta era una conversación casi de amigos, llena de cordialidad, acompañada con frases tranquilizadoras y apacibles con las que el médico buscaba reducir la angustia del enfermo. El “doctor familiar” lo era verdaderamente, su doctorado estaba en que sabía de todo y era especialista en seres humanos, además cumplía con el concepto de familiar porque solía conocer la patología de todo el clan. Y esto es algo de gran importancia, ya que ciertos padecimiento suelen verse en grupos familiares. La diabetes, las cardiopatías, las neoplasias y muchos más tienen una gran carga hereditaria que el médico identifica, si conoce a la familia. Pero se acabó, ya no existen los médicos que dediquen mayor tiempo al paciente que el que ocupan en revisar radiografías, ultrasonidos, análisis de laboratorio o imágenes de endoscopía. Se ha ganado en certeza diagnóstica y seguridad quirúrgica. Indiscutiblemente la eficiencia es mucho mejor cada año. Se han reducido las infecciones hospitalarias, la mortalidad infantil y las cirugías de corazón y cerebro dejaron de ser de elevada letalidad. Nos superamos en confiabilidad. Pero descendimos a niveles ínfimos en la calidad humana. Los pacientes en las diferentes instituciones de seguridad social son números o expedientes. El enfermo no sabe quien es o será su médico, malamente llamado familiar. Con frecuencia, el profesionista que atiende al paciente no es el mismo que lo recibe en su cuarto de hospital y tampoco es quien lo opera. Los cirujanos se convirtieron en operadores que ven radiografías y heridas quirúrgicas pero no conocen a la persona que está debajo de las sábanas. Hay otra pérdida lamentable, el tiempo. ¿Cuánto tiempo dedica un médico a la entrevista con su paciente en un consultorio de seguridad social? El mínimo indispensable.
La velocidad impuesta por los horarios de consulta y el enorme volumen de trabajo han dado al traste con el tesoro que era la entrevista. El médico no conoce a sus pacientes y eso se llama deshumanización en una de las profesiones considerada humanista por excelencia. ¿Y entonces que haremos? El problema tiene solución. Y como sabemos, grandes problemas ameritan grandes remedios. La situación puede componerse si se trabaja en dos amplios frentes de batallas. Reorganizar los planes de estudio de las escuelas de medicina, para que sin perderse los adelantos tecnológicos se infunda en el futuro médico el amor por la humanidad. Y a nivel de las instituciones de seguridad social, favorecer premios y recompensas a los médicos que gocen de aceptación y aprecio de sus pacientes. Y no solamente a quienes cumplen con la checada y el número de recetas emitidas. Colocar el humanismo por encima de la burocracia. Tarea difícil pero posible.