Sólo Dios sabe qué le pasa a México: Krugman dixit - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Napoleón: Señor Marqués de Laplace, en toda su obra astronómica no ha mencionado la participación de Dios.

Marqués de Laplace: No Sire; es una hipótesis que no he considerado necesaria.

 

Días pasados, Paul Krugman, eminente economista norteamericano, Premio Nobel en su disciplina, articulista del New York Times, entre otros notables méritos, dictó una conferencia ante un grupo de empresarios en la Ciudad de México. Hasta donde alcanzo a recordar, no dijo nada, en el curso de su intervención, que no supiéramos ya sobre la sufrida economía de nuestro país. Se limitó a recomendar mejoras en la educación, tarea a la que nadie niega importancia. Nada más que no habría que pasar por alto que se trata de una condición necesaria, sin duda prioritaria e influyente, pero no suficiente para un buen desempeño económico. Cuba, que ha hecho un loable esfuerzo educativo, no ha consolidado una economía eficiente, al menos no en el sentido generalmente aceptado del término. Constituye entonces un contraejemplo: no hay una influencia directa favorable y completa entre educación y eficiencia económica. Finalmente, curándose en salud, el ilustre conferenciante terminó su alocución con este prudente dictamen: sólo Dios sabe qué es lo que le pasa a México.

(No quisiera que se pensara que menosprecio las capacidades del Profesor Dr. Paul Krugman; admiro su obra teórica. No hay duda de que la incorporación de las implicaciones del espacio territorial en el análisis económico, que se debe en buena medida a su trabajo académico es una aportación notable. El aspecto espacial constituye un valioso complemento de la dimensión temporal, privilegiada casi en exclusiva durante mucho tiempo en la teoría económica).

Retomemos el tema después de la interpolación anterior para señalar que la afirmación con relación a Dios en la conferencia aludida se antoja fuera de lugar en el contexto discursivo de ese momento. En boca de un personaje de la calidad académica de Krugman resulta, en el mejor de los casos, desconcertante; al menos es así por lo que a mí respecta. Y ese comentario no deja de extrañar porque el propio Krugman ha señalado, con toda claridad, cuáles son los conceptos básicos que definen una economía saludable. Según él, son éstos: la productividad, el empleo y la distribución del ingreso.

Krugman ha elaborado párrafos convincentes y bien articulados para mostrar que si esos tres aspectos tienen valores razonables, según las cifras generalmente aceptadas, todo es salvable. No importa que la economía en cuestión pase por situaciones críticas en otros ámbitos de su estructura. Si esos tres elementos se comportan adecuadamente, cualquier conflicto puede resolverse. Si por el contrario, al menos uno de ellos no alcanza valores aceptables, entonces la economía estará en graves problemas y no será fácil liberarse de ellos y reemprender el camino del crecimiento sostenido.

Sin recurrir a detalles de una numeralia precisa, no hay que esforzarse en demasía para constatar cómo se comportan en nuestro país esos rubros a los que nos hemos referido. En primer término, la productividad no ha crecido de modo satisfactorio en las décadas pasadas. Se estima que en estos últimos años se ha incrementado alrededor del 2-2.3 por ciento en promedio anual. En contraparte, en un periodo similar, en Corea del Sur ese crecimiento ha alcanzado cifras del orden del 3.7-3.9 por ciento: el sexto más alto entre los países de la OCDE. No hay que olvidar, por cierto, que la productividad es un elemento de notoria significancia en economía. Ejerce efectos favorables en muchos otros rubros, toda vez que incide en la calidad de vida, vía la posibilidad de mejoras salariales reales.

Respecto al empleo, los números no son tan desfavorables como los anteriores, sobre todo si los comparamos con países europeos en crisis. (Grecia, España). Sin embargo, persisten vivas polémicas en torno a la calidad de los puestos de trabajo que se ofrecen en el país, por citar un caso aún conflictivo en este rubro. Finalmente, respecto a la distribución del ingreso -la variable más comentada en la actualidad a partir de los trabajos de Thomas Piketty, sobre quien hablaremos en otra ocasión- tampoco estamos libres de dificultades. El índice de Gini para el país alcanza la cifra de 0.472 y no parece que haya habido mejorías sustanciales en los años pasados. Noruega, por citar un ejemplo que sirva de referencia, tiene un índice de Gini de 0.230 (El valor de este índice para una distribución perfectamente equitativa es 0). Por otra parte, el hecho de que ese índice se calcule a partir de la Encuesta Ingreso-Gasto de los Hogares, bajo la responsabilidad del Inegi, que no incluye a los más ricos, induce una subestimación de esa cifra, lo cual agrava la situación en esta materia.


Hay que aclarar aquí, aunque implique incurrir en un lugar común, que los problemas económicos de un país como el nuestro no se agotan en los rubros señalados, aunque éstos tengan las virtudes ya descritas.

Por lo que hemos visto, el profesor Krugman disponía de elementos suficientes para ofrecer un diagnóstico más rico en conceptos críticos y recomendaciones, pero no lo hizo así. Ignoramos cuáles fueron los motivos que lo indujeron a actuar en esos términos. Pero sean los que hubieran sido, su actitud no corresponde a lo que se esperaría de un personaje con sus méritos y capacidades. Desde un punto de vista personal, en esta ocasión que se comenta, Krugman ha resultado decepcionante.

Además, hay que hacer notar que no obstante el hecho de que Krugman tiene razón en su identificación de los conceptos esenciales para juzgar la salud de una economía, su apreciación no incluye, hasta donde sé, una explicación. No indica cuáles podrían ser las causas del pobre desempeño de las cifras que miden esos conceptos que considera esenciales. La razón de esa ausencia, desde mi perspectiva, es que tanto él como buena parte de los economistas pertenecientes a la llamada corriente principal, consideran a la economía como un mecanismo que funciona con independencia de otros aspectos propios de la dinámica social. Respecto a la observación anterior voy a permitirme una conjetura. Advierto de antemano que se trata de un esbozo rudimentario y que merecería un tratamiento más amplio y mejor fundado que no puedo ofrecer aquí. La conjetura a la que me refiero consiste en subrayar (o recordar) que la economía no es todo lo que importa para la vida social, y que quizá esa disciplina no tiene la suficiente capacidad en sí misma para resolver sus propios problemas.

Por otra parte, como se sabe, las actividades económicas se desarrollan en un sustrato social que ejerce diversas influencias sobre ellas. Además, las sociedades humanas contemporáneas viven amplios procesos de secularización y de adaptaciones a nuevos estilos de vida, inducidos por el avance tecnológico y otras causas diversas. Las instituciones religiosas y otros mecanismos culturales favorecedores de la cohesión y de la identidad han atenuado su aplicabilidad a las circunstancias presentes con el paso del tiempo. Por ello, las sociedades humanas en la actualidad enfrentan problemas inéditos en esos respectos. Tanto es así que se ven impelidas a desarrollar lo que Jürgen Habermas ha denominado las acciones comunicativas.

Tal necesidad se presenta cuando el Estado emprende reformas en amplios sectores de la vida y de la actividad social y económica. A causa de esas pretensiones de cambio, requiere de una firme legitimidad que le permita disponer de un amplio poder transformador y así conseguir los fines que se juzgan socialmente deseables. Ahora bien, adquirir esa legitimidad sólo es posible por intermedio de una discusión pública en la que puedan participar, de alguna manera, todos los afectados.

Una auténtica legitimidad requiere del entendimiento y del acuerdo no coaccionados por elementos exógenos a la propia discusión, lo cual presupone una comunicación no distorsionada. Requiere de un estado de cosas en que el entenderse sea secuela solamente del poder coactivo de los mejores argumentos. Según el filósofo y sociólogo de la llamada Escuela de Frankfurt, las condiciones requeridas para una comunicación no distorsionada son las siguientes: La inteligibilidad, la verdad, la rectitud y la veracidad.

La primera de estas condiciones establece que las comunicaciones deben resultar comprensibles; que no empleen elementos de lenguajes privados comprendidos solamente por unos cuantos de los participantes en el proceso comunicativo. La segunda condición requiere que las comunicaciones se ajusten a la experiencia empírica y que anuncien las condiciones que, de cumplirse, autorizarían a descalificarlas. La tercera condición manda que los participantes en el proceso comunicativo tengan la facultad para comunicar lo que comunican de acuerdo a la normatividad vigente. Finalmente, la última de estas condiciones prescribe que la comunicación de cada participante debe ser consistente con sus auténticos propósitos e intenciones.

Según Habermas, las condiciones aludidas son indispensables para el acuerdo y el entendimiento, condiciones indispensables para la creación de nuevas instituciones, de nuevas “reglas del juego”. En consecuencia, si el acuerdo y el entendimiento no se logran, entonces muchos miembros de la comunidad quedan excluidos y el juego social y económico se perturba; deja de ser inclusivo; excluye a una parte de la sociedad que puede resultar significativa por el número de personas que la compone.

En suma: la creación de nuevas instituciones incluyentes es una tarea cuyos logros son necesarios para un buen funcionamiento de la economía. Y estas nuevas reglas, a su vez, sólo pueden crearse e implantarse por intermedio de acciones comunicativas públicas, y legítimas en el sentido que se ha esbozado en los párrafos precedentes.

Si ahora nos preguntamos ¿por qué no crece la productividad? acaso la respuesta podría ser siquiera parcialmente: Porque no tiene ningún significado válido en el contexto institucional en que viven aquellos que podrían influir en su mejoría. Esta situación se conecta con la noción de anomia postulada por Durkheim, ya en 1879 y que consiste en la incapacidad de una parte considerable de la población de una comunidad de incorporarse a la vida social debido a la no comprensión de los mecanismos institucionales (reglas del juego) que deben seguirse para hacerlo.

Finalmente, es posible que los problemas económicos no se resuelvan porque su solución no depende sólo de las recomendaciones y preceptos que pueden desprenderse de una teoría económica aislada de su sustrato social. Una economía eficiente y eficaz depende también de que otros aspectos de la vida comunitaria contribuyan a la inteligibilidad del sentido de la vida de sus miembros. No saber por qué y para qué se hace algo que no tiene ningún significado para la vida de quien lo hace y que resulta impuesto por la voluntad de terceros es una condición que limita severamente el desempeño económico en casi todos sus aspectos.

Termino con una observación que debo a Stephen Wolfram (A New Kind of Science. Un Nuevo Tipo de Ciencia). Parece que el paradigma científico imperante en el sentido de que los problemas complejos requieren soluciones igualmente complejas no se cumple en todos los casos: Hay problemas extraordinariamente complejos, dice Wolfram, cuya solución es muy simple. Nada más no hay que perder de vista que lo extraordinariamente simple casi siempre se nos escapa.


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