Pregunta por la vida y responderás por la muerte / Opciones y decisiones - LJA Aguascalientes
23/11/2024

La memoria, popularmente entendida, es la capacidad de retener y recordar hechos del pasado. Sin duda es una descripción práctica y comprensible para casi la totalidad de los seres humanos. Nos resulta útil para comprender que nuestro sentido de orientación en el mundo depende de esta facultad de la inteligencia humana. Es una función básica para saber de qué hecho anterior venimos y a qué hechos posterior vamos, sin ella quedaríamos extraviados. Primera inferencia que nos permite pasar de una acción a otra acción, o bien de una reacción a otra reacción. Este pasaje simple de un acto a otro se complica cuando salimos de la memoria individual, personal a la memoria colectiva, que es la de los seres humanos de nuestro entorno. Todos nos movemos, y somos gracias a este mecanismo de retener y recordar mentalmente los hechos que ocurren a nuestro derredor; lo que forma una gran interacción de acciones humanas que vienen, van, se cruzan, se agolpan, se mezclan, se amalgaman para formar una memoria social.

La memoria de un pueblo es la memoria de su identidad y es la que hace posible su sentido de nación, que implica una amalgama de razas, lengua, tradición, historia y cultura. Todo hombre y toda mujer no se entiende a sí mismo sin estas referencias básicas. Este día sábado cuatro de abril del año dos mil quince, es el sábado santo de la Pascua Católica, o más extensamente entendida como conmemoración de la Pascua instaurada por la civilización judeo-cristiana, con raigambre oriental y occidental, que ya ingresó a su tercer milenio. Un acto de conmemoración societal de este hombre Jesús de Nazareth que fue muerto en la cruz en el llamado Monte de la Calavera, a las afueras de los muros de la ciudad de Jerusalén, en tiempos del gobernador romano Poncio Pilato, y que fue sepultado y resucitó al tercer día para subir a la gloria de su Padre, en comunión con el Espíritu Santo. Maravillosa narrativa que resume la fusión del tiempo cósmico y la eternidad, la fusión y la disyunción del cuerpo humano y el espíritu, la ruptura del tiempo y el espacio para retrotraerlos a su origen, el no-tiempo y el no-espacio; el punto singularísimo donde termina la energía-materia y comienza la Trascendencia. Todos estos datos de nuestra memoria social y vital.

Las Confesiones, obra literaria íntima de San Agustín (354-430 de nuestra era), es en esencia un gran ejercicio de su “memoria vital”, que curiosamente pasa y queda sustentada en lo que llama intimo meo (mi más íntimo ser), y todo para realizar el gran tránsito de lo que era como “espíritu carnal” hacia el estado definitivo de ser “carne espiritual”, conceptos que consagra en su gran tratado de La Ciudad de Dios. Desde luego que, en palabras de un gran retórico clásico, estos nombres no son simples caprichos de la lingüística, sino indicaciones significativas, sememas dirán los semiólogos, de meta-conceptos que ensayan definir el sentido más real y profundo de la condición humana. Y todo para entender qué hacemos en esta Tierra, que peregrina por el Universo físico del espacio-tiempo. Cuya avasallante presencia obliga la pregunta: ¿Y qué es primero, el espíritu o la materia? O bien ¿Ésta se explica por sí misma, sin necesidad de la meta-física, como argumenta el genial cosmólogo Stephen Hawking? O, explíquese usted, ¿En qué micro-partícula reside un pensamiento y cómo él se transporta? O bien, para ser consecuentes con San Agustín, ¿Cómo el afecto-inteligente puede ser reducido a un corpúsculo de energía-materia? – Pareciera concluirse que el fenómeno humano sólo puede ser cabalmente entendido a la luz de su posibilidad de Trascendencia (No-tiempo, no-espacio), y ahí comienza la memoria vital, la referencia inevitable a su origen pasado y su impulso irrefrenable a un destino futuro. Y, para concluir, lo más sorprendente: al final, su libre auto-determinación.

En este punto, invoco el perdón benevolente de la lectora o lector de estas líneas, pues este largo exordio sólo se justifica por la complejidad de la idea central a tratar, el momento de la muerte. Hablo no de cualquier muerte, sino de la mía, la que es tan inseparable de mí, como mi propio nacimiento. Aprendimos desde niños que todos los seres vivos tienen un ciclo inevitable: nacer, crecer, desarrollarse, reproducirse y morir. Y aunque la idea de ciclo implica la forma de un círculo cerrado, nuestra cultura occidental judeo-cristiana nos enseña que la vida humana es una línea horizontal continua e irreversible que comienza con el nacimiento, transcurre en el tiempo y espacio del Universo físico a lo que llama historia personal y concluye en la muerte. De ahí se hace un salto a la Trascendencia, que en gran resumen supone el que nuestra alma se libere de su cuerpo y “regrese” a la condición original de ser espiritual. Así lo dijo Platón y los Neoplatónicos, le siguieron de cerca los artistotélicos y lo llevó a culminación el gran doctor de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino. Somos seres para la vida, no para la muerte; y en fuerza de ello nos resistimos a pensar que, al final, estuviésemos destinados a la nada, teoría que implica el ateísmo y que en la historia de la Filosofía se le llama nihilismo (del Latín “nihil”-nada-); la teoría contrapuesta es la del sentido de la vida más allá de la muerte, que se resiste a caer en el absurdo existencial cuya única explicación es estar condenados a la libertad, y el último acto supremo de la libertad humana es decidir el momento de nuestra muerte, después nada, cesación total.

La muerte de Jesús de Nazareth, el Mesías, se explica por su resurrección no por su aniquilamiento. Y ahora sí estamos en materia: ¿cómo nos preparamos para morir? Pues la poderosa evidencia nos muestra una y otra vez que la muerte generalmente ocurre con dolor, con sufrimiento. En algunos casos puede suceder en segundos o fracciones ínfimas de tiempo, como los infortunados pasajeros del avión alemán que se acaba de estrellar en los Alpes franceses, aunque su momento agónico significó unos pocos minutos en que se percataron angustiados del inminente fatal desenlace. La otra alternativa, más generalizada a la condición humana, es la de recibir un diagnóstico médico terminal, con su pronóstico clínico estimado de días o semanas por vivir.

Esta fase última de la vida para millones de personas, ocurre principalmente por dos vías: la de un diagnóstico de enfermedad oncológica incurable o bien de un padecimiento crónico-degenerativo irreversible, su resultante es la misma: aproximación a la fase definitiva de la muerte. Ante esta situación resolutiva final de la vida, queda una alternativa que hace la diferencia: morir con dolor o morir sin él, es decir, mitigando lo más posible su incidencia. De acuerdo con los estándares en salud internacionalmente aceptados y de más alta calidad de vida para el paciente terminal, se indica la prestación de los servicios de “Cuidados Paliativos”.

Toda vez que se ha evaluado científica y clínicamente la futilidad de las intervenciones estrictamente curativas, la opción más razonable y sustentada es la de proceder a los cuidados paliativos, cuya función prioritaria específica es “paliar”, “mitigar”, “aliviar” el dolor; y en tanto esto ocurre, el paciente recibe como efecto benéfico la posibilidad de vivir con dignidad su proceso de muerte; tiene la opción de saberse y sentirse amado por sus seres queridos, de perdonarlos y ser perdonado, de ser respetado y hacer respetar su voluntad en el momento más vulnerable de su existencia humana; previsiones a las que tiene el derecho inalienable de optar. Las mejores prácticas clínicas al uso, en los países más avanzados, consisten en ofrecer los cuidados paliativos a dichos pacientes; haciendo valer el existencial humano de morir con dignidad.

México, hay que reconocerlo, estaba rezagado de este tipo de políticas explícitas en Salud. Fue el pasado 26 de diciembre de 2014, que se publicó en el DOF, el Acuerdo por el que el Consejo de Salubridad General Declara la Obligatoriedad de los Esquemas de Manejo Integral de Cuidados Paliativos, Así como los Procesos señalados en la Guía del Manejo Integral de Cuidados Paliativos. Y con ello obliga a los integrantes del Sistema de Salud a cumplir las disposiciones de dicho Acuerdo. Materia, por cuya importancia, ofrezco abordar en subsiguientes colaboraciones.

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