Lo dicho, la sal ha sido el oro cristalizado de la civilización. No es gratuito que la etimología de la palabra salario provenga de la palabra sal. En algún momento de la historia, se acuñaron monedas con sal. Supongo que, en otras épocas, en lugar de decir que algo valía su peso en oro, se mentaba que valía su peso en sal. Pero no todo se resume a la riqueza mundana, la sal también tiene su lado místico. Sí, la sal era mágica, antes de que la desvirtuáramos con nuestro mundo sesudo y científico. Todavía tiene algo de poder, pues el hombre jamás ha dejado de buscar en las estrellas.
La sal ha sido empleada para preservar no sólo lo que comemos, sino los cuerpos vía la momificación. Preservar es hacerle un guiño a la divina inmortalidad. La sal, en distintas culturas, ayuda a ahuyentar a los malos espíritus y a alejar a los fantasmas. Cuando la derramamos, es sinónimo de desgracia. La fatalidad puede ser revertida al arrojar un poco sobre el hombro izquierdo, ahí donde dicen que asoma el rostro del mismísimo Satanás; por algo tenemos una diestra, la derecha, y una izquierda, sí, la siniestra.
La sal se emplea en la elaboración del agua bendita. No me canso de imaginar que los vampiros en verdad son una especie de caracoles o tlaconetes sobrenaturales que se retuercen con la sal del bendito líquido. Se trazan cruces de sal para llamar al bien y estrellas para hacer el mal. Sí, derramar la sal es salarse, ser los receptáculos de la mala suerte, como si nos transformáramos en un trozo de cecina mal hecha. Así se representa en algunos cuadros de la Última Cena: en el de Giampietrino y en el mosaico de Giacomo Rafaelli, podemos descubrir a Judas Iscariote en actitud de alejamiento de la figura central, Cristo; su reacción lo lleva a derribar un salero con el brazo. Ambas representaciones son réplicas de la famosa La Última Cena de Leonardo Da Vinci, pero por más que aguzo los ojos en las imágenes de alta resolución de ésta, no logro ver ningún salero. Sé que la obra no es la “original”; es decir, de la que terminó Da Vinci queda poco, y en el transcurso de los siglos ha sido retocada y se ha hecho hasta lo imposible para preservarla. Es una lástima que Da Vinci no haya utilizado el tradicional fresco cuando concibió esta obra de arte, y que su innovación fuera su sentencia. Sí, se antoja rociarla con un salero, y que toda la magia de la sal la preserve para siempre.
La alegoría del salero en esta imagen cristiana nos repite las palabras de Cristo, quien invitó a sus apóstoles a ser “la sal de la tierra”. Imagino un mundo sabroseado con las enseñanzas de este mesías. Lástima que, como todo símbolo, la sal también tenga su lado oscuro. Ya lo dije, la sal también mata, y puede transformar una tierra fértil en yerma. Nadie podría sobrevivir bebiendo agua de mar. Yo, amante del salero, no podría sólo comer sal. En su justa medida, como se antoja cualquier mesías, todo sería sabor a bondad. El llamado de Cristo era para alejar el mal de la faz de la tierra. Creo que es una tarea imposible, como es imposible preservar algo para siempre. La eternidad no nos corresponde.
Tal vez todo el conocimiento, todas las analogías y las metáforas, todo lo que es y ha sido se encierra en un grano de sal. Tal vez por eso salo mi comida, creyendo que encontraré alguna respuesta: mi gusto es inocente y goloso. En fin, si alguna vez me invitan a comer, no olviden colocar un salero frente a mi plato, sí, porque me gusta la sal, pero también porque es símbolo de hospitalidad. No olviden que mis excesos no señalan las carencias en la sazón de quien cocina. Todo por hoy, basta de salazón.