Todavía me acuerdo de la primera vez que, en un restaurante, se negaron a darme la manteleta infantil: “Es para niños menores de doce años”, le dijo la mesera a mi mamá, como si por tener más de doce años se me hubieran caído las orejas y no estuviera escuchando que hablaba de mí. Me pareció injusto por varias razones: para empezar, tenía catorce y nunca antes nadie había repelado por ese tema. Seguro no me veía como niña de primaria pero tampoco era que de un día para otro me hubiera salido bigote o un frontispicio como el de Olga Breeskin, rasgos que suelen identificar a los pubertos. Pero, además, ¿por qué si la mesera pensaba que yo ya no era niña se lo decía a mi mamá y no a mí? O sea: ¿ya no estaba en edad de manteleta, pero todavía no podían tratarme como adulta? Y para terminar: ¿de dónde sacaba la mesera que sólo a los niños menores de doce años les gusta dibujar, colorear, salir de laberintos y buscar palabras en una sopa de letras?
Ya han pasado cerca de veinticinco años desde entonces: ¡un cuarto de siglo! Y yo sigo preguntándome con frecuencia quién decidió que a los doce años se nos acaba la infancia, a los 18 la adolescencia y a los treinta y cinco la juventud. También sigo preguntándome quién decidió que los intereses de una edad se terminan en un cumpleaños para dar paso a nuevas inquietudes. A mí no me ocurrió así. Yo me sigo sintiendo adolescente para algunas cosas, niña para otras, joven para más de varias y seguro que mis amigos me consideran una anciana cuando de fiestas se trata, porque prefiero quedarme en casa viendo películas (pero me gustan mucho las pelis de romance adolescente y no le hago el feo a series animadas como Hora de aventura. ¿Dónde me deja eso?).
Cuando iba en la secundaria tuve un ataque de adultez y vendí todas mis barbies. Todas ellas. Con toda su ropita y sus accesorios, incluyendo el caballo, la alberca, la boutique y la oficina-de-día-dormitorio-de-noche. Y luego, a mis veintialgunos, tuve un nuevo brote de amor por las muñes y, en un viaje de trabajo, me compré la Barbie Morticia Addams (acompañada de Ken vestido de Homero). En esa ocasión iba con Maru, mi jefa de Canal Once, y estábamos en Indianápolis para un congreso médico sobre resistencia bacteriana: así de serio era el asunto; pero no tan serio como para intimidarme e impedir que comprara mis juguetes y anduviera por todo el congreso cargándolos. Es más: ese brote no se me ha quitado y tengo varias muñecas de las que estoy muy orgullosa.
No sólo eso: por si fuera poco, jamás me dejaron de gustar los libros de cuentos infantiles, las novelas de corte juvenil y los álbumes ilustrados, de preferencia con dibujos grandes y brillantes.
Todo esto lo comento porque me parece tristísimo que, en ataques de adultez, padres y maestros decidan que algo que le gusta al niño, niña o adolescente a su cargo “está fuera de lugar” y hagan lo posible por inhibirlo. Ojo: no hablo de conductas que podrían ser señal de algún problema motriz, emocional o de aprendizaje, a esas hay que estar atentos y buscar ayuda profesional. Me refiero a los gustos e intereses. Como los libros ilustrados. ¿Quién tuvo la genial idea de que los libros “para gente grande” deben carecer de dibujos? Por eso es que soy tan feliz de que exista la editorial Libros del Zorro Rojo. Si ustedes la conocen, no me dejarán mentir. Y si aún no la conocen, les platico un poco, para que corran a buscar su catálogo.
Libros del Zorro Rojo es una editorial joven: surgió apenas en 2004. Desde el principio, su intención ha sido ofrecer libros ilustrados, pero no sólo para niños (aunque en esa línea tienen cosas hermosísimas también), sino también para adolescentes y adultos. En esa colección están desde clásicos como Edgar Allan Poe y Franz Kafka hasta autores de culto como Mario Levrero, incluyendo poetas de la talla de Juan Gelman y Alejandra Pizarnik. Una de las mayores alegrías que me ha dado esta editorial es la publicación en español de varios de los libros del ilustrador y escritor estadounidense Edward Gorey, del que sólo les diré que es simplemente genial (ya escribiré un artículo dedicado sólo a él, lo prometo). Pero también ha sido una grata sorpresa ver en el catálogo a H. P. Lovecraft, Charles Bukowski, Italo Calvino y Baudelaire: digamos que hay para todos los gustos y de todos los géneros. Lo mejor de todo es lo que se siente al leer estos volúmenes: es recuperar un poco del gozo pre-doce años que padres y maestros (¡y meseras!) bienintencionados pero despistados nos han querido arrancar.
Puedes encontrar a Raquel en www.facebook.com/escritora.raquelcastro