Cualquier injusticia contra una sola persona, representa una amenaza hacia todas las demás
Montesquieu
A poco más de 100 años de la Revolución, es posible ver con nitidez las mismas imágenes de miseria que dieron pie al movimiento armado a inicios de siglo pasado en nuestro país.
La rebelión de jornaleros en el Valle de San Quintín, en Baja California, es una muestra de que los trabajadores de una unidad productiva, cuando son sometidos a condiciones laborales infrahumanas, cuando no se les paga de forma equitativa por sus tareas productivas, cuando son encadenados a horarios de sol a sol y de domingo a domingo, pueden iniciar una revolución.
Casi desapercibida y subestimada por los medios de comunicación, pero perfectamente ponderada por el Gobierno Federal, la rebelión de San Quintín iniciada la madrugada del 17 de marzo y puso al descubierto que en pleno siglo XXI, cuando México ha reformado sus estructuras económicas, sigue habiendo explotación laboral en las mismas condiciones que se daba en épocas feudales.
San Quintín nos lleva de vuelta al pasado y nos recuerda que existen zonas del país en las mismas condiciones de explotación que prevalecieron en los siglos pasado y antepasado.
Esclavizados a cumplir con horarios de 6:00 de la mañana a 8:00 de la noche, los trabajadores permanecen hacinados en galerones y duermen en el piso en las condiciones más deplorables que se puedan imaginar. Se trata de unos 50 mil jornaleros, en su mayoría indígenas de Oaxaca, Jalisco, Michoacán y Nayarit, quienes no tuvieron otra opción que la de hacerse escuchar mediante un paro de labores que mantiene paralizado, prácticamente en su totalidad, a una de las regiones productoras de fresa más importantes del país.
No más de diez agroexportadoras controlan 12 mil hectáreas de riego prósperas y productivas de aquella región y mantienen en condiciones de esclavitud a decenas de miles de trabajadores que han cosechado por lustros hortalizas y fresas que se exportan a Estados Unidos.
La oferta definitiva del consejo fue 15% de aumento salarial, pero los jornaleros piden 200 pesos al día y 20 pesos por caja de fresa.
Desde el 17 de marzo a la fecha las pérdidas para los empresarios suman ya varias decenas de millones de dólares, y las pláticas entre el Consejo Agrícola y la Alianza de Asociaciones Nacional, Estatal y Municipal para una Justicia Social por un aumento salarial para los jornaleros de San Quintín, fueron suspendidas ante la imposibilidad de llegar a acuerdos.
Desde el 2001 cuando recibieron el último incremento salarial los jornaleros perciben pagas que van de los 100 a los 120 pesos por día, no cuentan con prestaciones sociales y al no tener más opción que la de vivir largas temporadas en ese lugar llevan consigo a sus familias que terminan involucrándose en las tareas agrícolas, por lo que es común ver a mujeres y niños trabajando.
El Consejo Nacional para la Prevención de la Discriminación (Conapred) habla de que existen al menos tres millones de jornaleros indígenas en la misma situación que en San Quintín, sin embargo, el INEGI revela que unos seis millones de trabajadores se mueven de forma temporal a zonas productivas del país, y que probablemente enfrenten situaciones laborales similares.
La rebelión de los jornaleros de San Quintín no tiene como objeto llevar al país a una revolución como tal, sus objetivos no son de cambio social. Sus objetivos son claros: luchan por homologar ingresos a 200 pesos por día y 20 pesos por caja de fresas cosechada, cantidad, esta última, que sería destinada a la conformación de un fondo social para atender sus más precarias condiciones de vulnerabilidad.
Sin embargo, este destello de inconformidad social muestra la debilidad de las relaciones laborales que prevalecen en algunos sectores productivos de ciertas regiones del país y que, como en todo lo que no marcha bien en México, la autoridad está ausente (en el menos peor de los casos) o coludida con el poder económico (en el peor).
La rebelión nos da la extraordinaria oportunidad de abrir los ojos a una realidad soslayada por muchos y por mucho tiempo y aceptar que, con toda la modernidad económica que hoy podamos presumir, en realidad falta mucho por hacer y los de abajo, los oprimidos y explotados, cansados ya, comienzan a ver que con el sólo hecho de parar labores pueden obtener los beneficios que por justicia les corresponden.