Mi primer encuentro cercano con estas peculiares personas fue no hace mucho, sabía de ellos desde que estuve en primaria y nos enseñaban acerca de los habitantes originarios de nuestra América y porque eventualmente los veía en las calles de esta ciudad con sus coloridas y elaboradas indumentarias que contrastan con todo lo que existe en nuestro entorno urbano; fue apenas en el año de 2010, cuando siendo candidato a diputado local por el décimo primer distrito instalamos la casa de campaña en la calle Hornedo, justo a dos puertas de Casa MAIS, lugar que ofrece albergue transitorio a los indígenas que llegan al Estado además de ofrecerles orientación y diferentes apoyos entre ellos clases de alfabetización en el español, porque ellas y ellos hablan su propia lengua. Con la cercanía y al transcurrir de los días fui conociendo a los niños, niñas, hombres y mujeres que me saludaban y de vez en cuando me platicaban sus travesías, sus peripecias y lo difícil que era para ellos hasta lo más elemental que es mantener a sus familias, habiendo dejado sus hogares en la búsqueda de sobrevivencia.
En esta tierra extraña para ellos (y muchas veces también para nosotros), no tienen facilidades para recibir educación formal ni acceso a la salud o servicios públicos, incluso se enfrentan a grandes dificultades para poder comercializar el producto de su trabajo y esfuerzo, artesanías de gran belleza y simbolismo que paradójicamente son más valoradas en el extranjero que en nuestro propio país.
Me acuerdo perfectamente de Chuy, que era apenas un niño de 7 años, casi a diario me visitaba y por lo menos, cada vez que nos veíamos, jugábamos algunos minutos a la pelota, canicas y hasta hizo un esfuerzo para que yo aprendiera a tejer polveras y collares (no lo logró), pero en cambio aprendí mucho de su cultura, me platicaron de cómo sus antepasados eran atacados por águilas y jaguares en camino a la tierra del peyote y otras leyendas. Jesús, Rubén, Armando, Otilia, Anastasia, indígenas que hoy todavía me dispensan su amistad.
Chuy ahora es todo un joven con muchas ganas de aprovechar las oportunidades que se le presenten en su vida. Con esa convivencia se despertó en mí el deseo de algún día poder hacer algo por la comunidad Wirrárika y ahora mi lucha, aunque algunos la consideren inútil, por tratarse de una minoría, estoy seguro que vale la pena y que siempre algo se podrá hacer por nuestra gente, para que tengan sus derechos garantizados igual que todos los mexicanos.
Siempre es mejor algo que nada, podemos sentirnos contentos de poder hacer algo por cualquier grupo minoritario de los que existen en nuestro país. En una democracia, como la que pretendemos ser, la mayoría elige al gobierno, pero este debe gobernar para todos poniendo especial interés, en aras de la equidad, en el respeto a los derechos de las minorías.
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