Una anécdota de la campaña por la presidencia de los Estados Unidos en 1992 se ha convertido en referencia obligada no sólo en la política de aquel país, sino en las campañas electorales en varios otros países. Se atribuye a James Carville, consultor político de Bill Clinton, haber sintetizado en la frase “es la economía, estúpido” (it’s the economy, stupid) que la campaña debía enfocarse en el tema que más preocupaba a los ciudadanos y sus necesidades más inmediatas. Con el inicio de las campañas electorales para renovar el poder ejecutivo, congresos y alcaldías en varios estados, jefaturas delegacionales en el Distrito Federal y la Cámara de Diputados Federal, parece que los ciudadanos mexicanos deberíamos recordar esta frase y repetírsela a cualquiera que se presente a solicitar nuestro voto. La economía es el factor político más importante en la actualidad.
Gracias a los repetidores de noticias y títeres de los poderes fácticos que por gracia gubernamental ocupan posiciones en medios de comunicación -muchas de las que han dejado vacantes verdaderos comunicadores y comunicadoras a quienes se ha reprimido, si no es que asesinado-, el pueblo de México en general siente la crisis pero desconoce la profunda gravedad de la situación económica por la que atravesamos. Exaltando como únicas verdades económicas las que ensalzan las acciones gubernamentales, al pueblo mexicano se le dice sistemáticamente que la desgracia económica que vive es producto de su falta de capacidad personal/familiar y además es provocada por el extranjero.
Conforme al esquema propagandístico oficial, ha sido el “masiosare”, un extraño enemigo, ése que nos ha bajado el precio del petróleo y encarecido el dólar. Ni por asomo se nos dice que la grave situación económica ha sido causada por la soberbia e intransigencia de una clase política que lleva tres décadas insistiendo en aplicar como único modelo económico el del voraz capitalismo salvaje y en promover un sistema de componendas y corrupción sin límites entre sus amigos y grupos de interés.
Como ya se ha mencionado repetidamente en este y otros espacios, y se ha probado con datos duros, el empobrecimiento de la población alcanza niveles alarmantes. El nivel de desempleo, indicador que se calcula conforme a la metodología internacionalmente aceptada, rebasa ya el 30% de la población económicamente activa (PEA, la población dispuesta a trabajar) y la informalidad laboral afecta a más del 60% de ésta.
En 2006, de cada 100 integrantes de la PEA, 61 percibían por su ocupación una cantidad inferior a tres Salarios Mínimos Generales (SMG), mientras que en 2015 ya son 76 de cada 100 ocupados los que tienen este nivel de ingresos (en México se consideran ocupados a quienes ganan dinero incluso mendigando). El SMG ha perdido desde hace varios años el carácter de salario remunerador por lo que un ingreso mínimamente digno asciende a poco más de tres SMG. Junto con sus dependientes económicos, en 2006, este sector de ingresos constituía una población de setenta millones y hoy son cien millones de personas, de los 120 millones que habitamos este país, las que viven con ingresos inferiores al nivel de pobreza.
La propaganda oficial oculta esos 30 millones más de pobres, 42% de crecimiento de la pobreza total, al reportar sólo el éxito de sus programas para reducir la pobreza extrema. Regalando dinero, televisores y despensas a la parte más vulnerada de esta población, la actual administración federal presume haber reducido la cantidad de personas en pobreza extrema de 13 a 11.5 millones. Pero no ven ni dejan ver que el sistema económico preponderante, el que defienden a ultranza, ha producido y sigue produciendo más miseria expoliando nuestros recursos naturales y el patrimonio de millones de personas.
El sistema político-electoral actual no fomenta que los gobernantes sean los mejores, los más capaces y más idóneos, como tampoco lo sean quienes accedan a las candidaturas. Los mecanismos de selección en los partidos privilegian a quienes son más hábiles en la intriga, la cooptación de electores, la confabulación con base en intereses grupales, aún cuando estos sean opuestos al interés general. No es de extrañar que se sugiera que nuestro gobierno pudiera ser una “kakistocracia”, gobierno de los peores.
Por tanto, salvo que por presión popular o por milagro se supere esta desgracia, no es posible esperar que los candidatos que ya se han lanzado a las calles a cosechar votos entiendan que existe otra economía distinta a la que la propaganda oficial, en contubernio con el oligopolio televisivo, se ha encargado de difundir. Es más, resulta difícil que el candidato o candidata común puedan comprender que cualquiera que sea su lema o estrategia electoral, para poder cumplir sus promesas de campaña, antes tienen que comprometerse a cambiar el sistema económico preponderante.
No es posible prometer, si es que honestamente lo pretenden hacer, que combatirán la inseguridad, la privatización de los servicios públicos, la depredación de los recursos naturales; que promoverán la equidad de género, la defensa de los derechos humanos, el cuidado de la ecología, etc., sin comprometerse a cambiar el modelo económico y combatir la “economía de cuates” con la corrupción que trae aparejada.
Desde la década de los 80, los políticos con aires de superioridad imaginando ser los únicos capaces en economía, nos han provocado un daño mayúsculo al haber impuesto el modelo capitalista salvaje con el que creen que todos debemos estar agradecidos. La peor de las realidades es que se han creído su propio engaño y no ven, no quieren ver, el descontento del pueblo. Un gobierno así no merece continuar. Unos candidatos que prometen más de lo mismo no merecen ganar. Un pueblo, tan vulnerado como el mexicano, está obligado a cortar de raíz el mal.
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