Conforme se acerca el inicio de la contienda electoral mexicana para relevar a los miembros de la Cámara de Diputados y varios gobiernos estatales y municipales, la carpa política se llena paulatinamente de merolicos. Cada cual ofrece su propia versión de mesías redentor. Las cosas, según los que contenderán bajo las siglas de los partidos de oposición, están tan mal en el país que sólo cambiando por la opción que éstos ofrecen, el país podrá ser nuevamente el mítico cuerno de la abundancia que desde hace décadas dejó de ser. El partido en el poder, en su campaña publicitaria preelectoral, apuesta a la tolerancia y aguante del pueblo mexicano, “tenaz y trabajador”, para continuar sacándole provecho.
En esta patética maraña de ofertas políticas no parece haber un ápice de solidez técnica que permita considerar válida cualquiera de ellas. Es falsa, insostenible, irreal cualquier oferta de recuperación económica, de progreso social, o de desarrollo en general, mientras no se considere cambiar el actual modelo económico y remontar los compromisos políticos en el que éste se sustenta.
En los últimos noventa años, México ha tendido varias veces la oportunidad de ofrecer a su población el fruto de aprovechar sanamente sus enormes riquezas. Pero los sucesivos gobiernos de la posrevolución se han encargado de arrebatárselo sólo para el beneficio del grupúsculo apropiado de la burocracia en turno. La consecuencia del sistemático asalto sexenal al poder es la falta de una sólida infraestructura económica en la que pudiera soportarse un programa económico -agropecuario, pesquero, industrial, tecnológico, comercial y de servicios- capaz de ofrecer hoy ocupación digna y empleo decente a sesenta millones de personas y continuar ofreciéndolo a un millón más cada año. Sin puertos de gran calado, sin flota pesquera, sin red ferroviaria y carretera suficiente, sin cobertura de telecomunicaciones en todo el territorio nacional y, sobre todo, sin tecnología propia ni sistema educativo decente, el poder de esta gran y riquísima nación se halla aplastado por pusilánimes gobernantes que sólo para dar vergüenza se lanzan al extranjero a pedir que de allá vengan a invertir.
El sistema educativo, achaparrado a propósito para evitar a la clase política la incomodidad de tener que responder a una ciudadanía cuestionadora, ha dado como fruto gobernantes -oficiales y opositores- de corta visión y fácil acomodo. Los grandes logros que éstos alcanzan a presumir durante sus quince minutos de gloria, que en la historia nacional son sus trienios y sexenios en el poder, resultan contraproducentes al desarrollo nacional. Son logros alcanzados por dar concesiones, regalar terrenos y comprometer obra pública en beneficio de los inversionistas foráneos para que amablemente vengan a poner temporalmente su maquinaria y equipo, ofreciendo migajas por el trabajo de nuestros connacionales.
Lo que en México urge es un gran compromiso, un gran salto conceptual en la política económica que permita la creación y desarrollo de tecnología propia. Cuando los mexicanos veamos esto con claridad y decisión, no cabría la menor duda en expulsar del poder a los gobernantes que hasta ahora ahogan al país.
Mundialmente, el desarrollo tecnológico casado con los hidrocarburos y la energía eléctrica se halla controlado por los enormes intereses de la elite financiera global. Estando así, cualquier supuesto progreso en el desarrollo industrial que la chata clase política que nos “malgobierna” ofrece, está condenado al fracaso.
La oportunidad para México, país situado geopolíticamente entre grandes centros comerciales, en la zona tórrida del mundo, rodeado de mares y con cerca del 20% de la biodiversidad global en su territorio, está en el desarrollo de tecnología propia.
La irradiación solar podría ser fuente inagotable de energía. Pero precisamente no la fotovoltaica con cuya tecnología de celdas volvemos a ser dependientes de otros, sino la calórica para la cual aún hay un mundo de posibilidades, incluso para prescindir de la electricidad. O al menos de esa electricidad por cuyo uso una parte de la riqueza nacional se ha destinado para pagar regalías.
El desarrollo de tecnología agroecológica sustentable, aprovechando la enorme biodiversidad de plantas y animales al recuperar prácticas ancestrales de los pueblos prehispánicos, puede dotarnos con la ansiada seguridad alimentaria sin la pérdida de soberanía a la que nos han impuesto hasta ahora. La falta de agua, que es real mientras continuemos con el enorme desperdicio que la falta de cultura de ahorro y reciclado nos impone, dejará de ser un problema al saber usar el sol y el aire como fuente inagotable para su reuso.
El mar, insospechadamente para muchos, es fuente enorme de agua dulce. Ofrece además, con la adecuada aplicación del conocimiento de manantiales submarinos y movimiento de las mareas, la posibilidad de regar el altiplano y de allí la construcción de un nuevo sistema fluvial útil para el riego y el transporte. Con el reconocimiento de nuestra propia riqueza se puede construir esa infraestructura que nos han negado al supeditar nuestro desarrollo a la tecnología foránea y condicionar la educación a replicar lo más pusilánime del saber humano.
Renovar la nación es el reto. La única vía para lograrlo consiste en deshacernos de los gobernantes y representantes legislativos que, en nuestro nombre pero por afán de su propio enriquecimiento, han ocultado, minimizado y despreciado el potencial de este país; con la manipulación del sistema educativo han negado la emergencia del genio que vive hibernando en el corazón y la mente de cada habitante en esta tierra. Esta elección será nuevamente una farsa si no hay propuesta congruente para ello porque el país no necesita nuevos títeres en el Congreso. Se requiere de un poder ciudadano que sea capaz de crear una nueva Constitución para una República: que sea capaz de crear un nuevo modelo de desarrollo económico, político y social.
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