La semana pasada asistí a una grata conferencia de filosofía. Me emocionó la convocatoria: unas treinta personas dispuestas a escuchar argumentos filosóficos en un sábado por la tarde no es cosa de todos los días. La conferencia revisó las razones por las que, a consideración del autor, podría abandonarse la tradición monoteísta -que distingue a occidente- para pasar, de una vez por todas, a una visión agnóstica: en otras palabras, declararnos incompetentes para conocer o siquiera imaginar a dios.
La charla devino en una discusión que tuve la oportunidad de sostener con el conferenciante y otros contertulios que encontraron ganas de debatir más allá de la exposición programada. Como el tiempo jugaba en mi contra dejé a medias el debate -o yo así lo sentí- y estuve meditando toda la semana sobre aquella discusión.
Algo rápido de teoría filosófica: llamamos dualismo a una doctrina que ya sostuvieron los griegos hace más de dos siglos y que postula la existencia de dos principios -a veces sostiene que ambos increados, independientes e irreductibles, a veces que uno es de alguna o muchas maneras inferior al otro y dependiente de éste-, a saber, por un lado, el mundo inmaterial, espiritual, infinito en pureza, eterno, perfecto y a veces hasta bondadoso y bello; por el otro, el mundo material, finito, temporal y a veces hasta imperfecto y corrupto.
En un sentido muy general el dualismo que aún se sostiene hoy en día suele ser herencia cartesiana: Descartes pensaba que existían dos sustancias: la res cogitans y la res extensa que podríamos dividir entre lo inmaterial y su contraparte: entre cuerpo y alma, entre pensamiento y mundo físico. Su proyecto, que buscaba llevar el escepticismo hasta sus últimas consecuencias terminó siendo el último puntal para el dogma cristiano: la residencia temporal del alma en el cuerpo (que el francés ubicaba incluso en la glándula pineal). En una curiosa ironía, Newton, que buscaba fortalecer la idea de dios ante la magnificencia del universo, terminó asestando un duro golpe al dogma. Nadie sabe para quién trabaja, dicen.
Así las cosas, Descartes no sólo intentó crear una postura sostenida en la mera teoría, apostó por una explicación material y científica, absolutamente científica. Lo que debemos mirar es la diferencia histórica: hoy sabemos que la glándula no es el receptáculo del alma sino una fábrica de melatonina. Y también sabemos que está en casi todas las especies de vertebrados. El filósofo francés apostó por la forma correcta, pero estaba equivocado. He aquí la maravilla de la ciencia: está sujeta perpetuamente a revisión y corrección y avanza tan rápido que hoy en día un estudiante de física en una universidad de élite sabe más de la relatividad que Einstein.
Cuatro siglos después de Descartes y con uno y medio de la teoría de la evolución a cuestas (que sigue corrigiéndose y perfeccionándose en contenidos) sabemos que no necesitamos de un mecanismo adicional a la vida para que la vida se reproduzca y se transforme en colores, estrategias y formas insospechadas.
Entre las insospechadas estrategias también está, por cierto, la de regular el comportamiento: cooperar, traicionar, fingir, recordar, investigar, transgredir y castigar son variaciones evolutivas que pueden rastrearse en inputs increíblemente sencillos, en algoritmos muy básicos residentes en nuestro historial genético.
Noventa y nueve por ciento de nuestros genes son comunes a los chimpancés. Casi el noventa y ocho a los gorilas. Casi la mitad con la mosca de la fruta y casi un quince por ciento con la levadura que nos ayuda a producir la deliciosa cerveza. ¿Queda alguna duda no sólo del parentesco sino de la continuidad material que hay entre las diversas formas de vida en nuestro planeta? Y aquí vendrá el “pero” favorito de los defensores del dualismo: pero somos diferentes. Bien, pasando por alto que ser diferente es algo bastante común en los seres vivos (eso es justo lo que hace que una especie sea una especie -que es diferente a todas las demás), lo que sea que nos hace diferentes reside -por ejemplo en relación con los chimpancés- sólo en un punto porcentual.
El lenguaje, la capacidad de auto-concebirnos, el simbolismo, todo lo que llamamos “cultura” proviene de ese punto porcentual. Quizá, sólo quizá, la diferencia abismal que vemos se debe a nuestra propia lectura de nosotros mismos. Pero pondero que es hora que reconozcamos que no hay dos sustancias ni somos especiales “ontológicamente” a todas las demás especies. Con el mismo ahínco que el conferenciante postulaba la necesidad de pasar al agnosticismo yo digo que debemos olvidar el dualismo, porque justamente hacerlo, nos hará transitar a su propuesta. No ha hecho sino mal al mundo que una especie como nosotros se considere superior. No sé qué pasaría si las bacterias fueran conscientes de su increíble capacidad de adaptación, de su poder absoluto para perseverar, pero sé, por lo pronto, que a nosotros no nos sale bien lo de ser engreídos.
Había comentado espléndido pero al revisar la columna completa creo que es más acertado describirlo como bellísimo por que eso es la ciencia es un bello torbellino, es un caos perfecto que lejos de dar respuestas genera incógnitas y ahí en esa persecución de lo real de lo tangible se encuentra una belleza intangible.