Hace unos días se celebró el Día Internacional de la Mujer. En consecuencia, no parece inapropiado, dada esa circunstancia, ofrecer algunas reflexiones sobre el pensamiento de una mujer ilustre. Para cumplir el ofrecimiento aludido se ha seleccionado un conjunto de pensamientos de Hannah Arendt a quien se deben ideas incisivas y esclarecedoras en materia de filosofía política. El propósito de este escrito es, entonces, examinar algunos de sus juicios y ponderar la vigencia que podrían tener en los tiempos actuales.
A manera de una brevísima semblanza biográfica se enumeran unos cuantos datos: Hannah Arendt nació en Linden Linner, Alemania, en el seno de una familia judía, en el año de 1906. Estudió en la Universidad de Marburgo; fue discípula de Heidegger con quien mantuvo, según se dice, una amistad algo más íntima que la mera relación maestro-alumna. Y no obstante su origen judío y las imputaciones de nazismo que se le hacían a su profesor, preservó un intermitente trato con él, que duró hasta la muerte de Arendt ocurrida en Nueva York en 1975.
Es autora de una vasta obra en la que destacan La Condición Humana, La Banalidad del Mal, Los Orígenes del Totalitarismo entre otros libros famosos. Decía de sí misma que su trabajo debía enmarcarse en el ámbito de la Teoría Política y no en el de la Filosofía. Se sigue su indicación y los comentarios que se le dedican en este texto corresponden a las ideas políticas que expone en el último de los libros citados. Se trata, por supuesto, de una interpretación personal fundada en lecturas de sus trabajos y de algunos otros de distintos autores que han escrito sobre su obra.
Según Arendt, el totalitarismo se caracteriza por una condición paradójica. Esa situación inconsistente reside en tratar de hacer coherente la dualidad legalidad-autoritarismo, conceptos que se contradicen entre sí. Sin embargo, el totalitarismo resuelve ese absurdo al asignar a la noción de legalidad una superioridad trascendente. Esto es, la legalidad está dada por el curso de la Historia, por leyes propias de la Naturaleza o por cualquier otra idea abstracta que se considere suprema y que esté por encima de la voluntad humana. Se actúa con legalidad, según la concepción totalitaria, cuando las acciones en el seno de una sociedad se ajustan a los designios supremos del devenir histórico o de las condiciones impuestas por la evolución del mundo natural o de cualquier otra abstracción. De esta manera se torna justificable el uso de la autoridad y de la fuerza para “salvar” a los descarriados; a aquellos que no se ajusten a las tendencias irrecusables que trascienden su voluntad y opten por una vida errónea y sin sentido, al margen de designios supremos e inevitables. Aquí, el fin justifica los medios.
He aquí uno de sus juicios, tomado de la obra citada: “La ilegalidad totalitaria, desafiando la legitimidad y pretendiendo establecer el reinado directo de la Justicia en la Tierra ejecuta la Ley de la Historia o de la Naturaleza sin traducirla en normas de lo justo o lo injusto para el comportamiento individual. Aplica directamente la Ley a la Humanidad sin preocuparse del comportamiento de los hombres”.
De los planteamientos de Arendt se desprenden otras consideraciones acerca de la índole del totalitarismo. En primer lugar, están las que apelan a una concepción “total” de la sociedad que permite explicarlo todo. (Lo cual no es muy científico que digamos). Las ideas y los argumentos se independizan de la experiencia, de tal modo que se inmunicen ante la crítica y, finalmente, siempre se cree que hay una explicación “racional” para todo lo que ocurre en el ámbito social, en virtud de que se deforma la experiencia empírica para ajustarla a los conceptos.
Las condiciones enumeradas dan lugar a una deformación del sentido de la legalidad. Es así que deja de haber una referencia al marco normativo cuya función esencial es, en buena medida, la de estabilizar y hacer confiables las expectativas de los hombres en sus procesos de articulación social. Se crea, de este modo, un ambiente propicio para incubar un movimiento social que trascienda la voluntad y la razón humanas. Pero entonces se corre un grave riesgo: si se acepta que el bien perseguido por el gobierno totalitario es el bien común, fundado en el devenir inexorable de la Historia y/o de las leyes de la Naturaleza o de cualquier otra suprema trascendencia, se renuncia a aceptar y examinar la posibilidad de que esas creencias sean propias de un “iluminado” o de un grupo de ellos.
La legalidad y el respeto irrestricto de los derechos individuales deben ser las condiciones básicas de los gobiernos no tiránicos. En contraste, el terror, el miedo, los castigos“ejemplares” son los instrumentos que en la concepción totalitaria se emplean para evitar los desvíos de las conductas individuales respecto a los fines superiores fijados por el gobierno. Se procede así para destruir la pluralidad de la sociedad y homogeneizar a todos los ciudadanos. De esta manera, como un solo individuo, deberán ajustarse a los supremos designios de los hombres en el poder. El campo de concentración es el paradigma extremo del gobierno totalitario; recuerda, permanentemente, el terrible y cruel castigo cotidiano a quienes son “diferentes”.
Las medidas totalitarias dan lugar a que los ciudadanos busquen refugiarse en la intimidad. Pierden así la capacidad de relacionarse con los otros. En consecuencia, se dedican, solitarios, a la satisfacción de sus necesidades privadas sin importar casi nada más. De estos puntos de vista deriva Arendt su concepción del origen del totalitarismo. Según ella, dos son las causas fundamentales que favorecen su nacimiento: la masificación de la sociedad y la renuncia al espacio público. La conjunción de estos dos hechos determina que la sociedad pierde las posibilidades de llegar a acuerdos y a entendimientos sobre sus diferencias. Los limita también a emprender acciones orientadas a la búsqueda del bien común socialmente aceptado. Como secuela de estas imposibilidades, los individuos se someten entonces a los dictados del poder, y creen obtener así el orden social necesario para desplegar su vida bajo las seguridades que dice ofrecerles el gobierno autoritario.
Años después de la aparición de la obra comentada, Arendt cree encontrar una comprobación empírica de sus ideas. Las expone en La Banalidad del Mal. En alguna parte de este texto, acerca del juicio que se le sigue en Israel al criminal nazi Adolf Eichmann, sostiene un punto de vista que desconcierta a la opinión pública, especialmente a la judía. Sostiene, con rigurosos argumentos, que el acusado no es el monstruo que se ha querido hacer creer que es. Se trata simplemente, dice, de un ejemplar arquetípico del hombre masa; no es más que un burócrata cumplido, sujeto a una autoridad inapelable que le ha impuesto una misión que cree trascendente; misión a la que es incapaz de renunciar, dadas las circunstancias de ese momento. Este punto de vista le valió a Hannah Arendt muy severas descalificaciones y acerbas críticas provenientes de quienes creen en la existencia de la maldad como componente intrínseco y abstracto de la condición humana. Al parecer, asumió esas críticas con serenidad, rasgo que fue, según se dice, característico de su vida en la madurez.
Hay otras consideraciones que pueden desprenderse de las ideas de nuestra autora. No es imposible, por citar un ejemplo ilustrativo, que en democracias bien establecidas se den manifestaciones de conductas gubernamentales de carácter totalitario. Recuérdese el caso de las persecuciones y castigos en los Estados Unidos a quienes se consideraba “responsables de actividades antiamericanas” en los tiempos de McCarthy.
Ahora bien, de acuerdo con Arendt, los orígenes del totalitarismo y de sus manifestaciones están en la pérdida del espacio público, producto de la masificación de la sociedad que a su vez conduce a una representatividad democrática sin garantía de expresar la pluralidad y la índole del bien común. La situación anterior sugiere una posible solución, aunque en este caso se trata de una especulación personal. Esa solución es, evidentemente, recuperar el espacio público y usarlo para expresar directamente la voluntad de la sociedad, situación que conduce a la ampliación de la democracia directa como quería Arendt.
Una pregunta que surge ahora naturalmente es la siguiente: ¿el actual crecimiento acelerado en el uso de las redes sociales en materia política en el mundo, no será una manifestación del anhelo social de recuperar el espacio público perdido y de contribuir a una concepción democrática más directa que aquellas de las que disponemos ahora? ¿No será este proceso un mecanismo de defensa de la sociedad ante las eventuales amenazas de formas autoritarias de gobierno? Si esto es así, debe reconocerse que los argumentos de Hannah Arendt en este tema tienen un alcance francamente visionario.