Hay al menos dos posturas sobre el compromiso ético que implican las creencias: están sintetizadas en el antagonismo de W. James (La voluntad de creer) y W. K. Clifford (La ética de la creencia), el primero decía que es mejor creer, arriesgando a la posibilidad de equivocarnos, con tal de no perder la oportunidad de acertar. El segundo, que es preferible perdernos de la posibilidad de encontrar verdad antes que cometer un error basados en una creencia falsa. Aunque a mi juicio en el famoso debate sale adelante con mayor mérito Clifford por razones puramente racionales, extrañamente su compromiso parece mayor con la ética que con la propia racionalidad -si cabe una verdadera diferencia-: James, al argüir que es preferible errar (al actuar conforme a una creencia aún no probada como verdad) que correr el riesgo de perdernos la posibilidad de acertar, pone el nivel epistémico como algo más importante; Clifford, en cambio, no sacrifica su postura ética aún cuando nuestra hambre de verdad se vea mermada: nos arroja a una vivencia más modesta epistémicamente pero, calculo, más plural y rica en el ámbito humano.
Clifford inaugura el debate con el ejemplo de un marinero que tiene ciertas dudas sobre el estado de su navío, después de dividirse entre posponer o no la salida, termina convenciéndose a sí mismo de zarpar: después de todo, piensa -el autor agrega “con el favor de la providencia”-, probablemente no pasará nada. Clifford asegura que no sólo es riesgoso tomar decisiones basados en una creencia, sino que es una falta ética. El famoso contraargumento de James es que la actitud que propone su interlocutor provocaría un quietismo que impediría avanzar a la humanidad. Esta famosa crítica ha permeado tanto en la sociedad que en ciertos ámbitos se cuestiona cada vez menos, a pesar de que no es totalmente correcta: el escepticismo de Clifford no impide una vida práctica, pues la cautela doxástica sólo es aplicable a los actos basados en la creencia, es decir, la no-creencia no tendría por qué implicar quietismo.
Explico: el ateísmo, por ejemplo, es caracterizado muchas veces como “creer que Dios no existe”, sin embargo, cualquiera que suscriba esta idea comete un error: “no creer que Dios existe” sería una forma más justa de definir la postura. Huelga decir que “creer” y “no creer” son contrarios, a pesar de las fantasías de ciertos espíritus que pretenden poner ambas posturas en el mismo campo semántico.
Parte de esta confusión se origina en la forma en que usamos el término creer. Veamos: a) si viajamos en un auto recién salido de la agencia, ¿hay razones para creer que el auto fallará? y b) si viajamos en un auto viejo, que lleva años sin manutención ¿las hay? En a) no tenemos razones para creer que fallará, es decir, lo racional es no creer que falle (la traducción “creer que no fallará” es innecesaria, se verá por qué); en cambio en b) la actitud poco racional sería creer que no fallará (“no creer que fallará” sería una traducción incorrecta para este caso). Explico: la probable confusión del lector se debe a la ambigüedad con que suele usarse el término creer: en el del marinero del ejemplo: no es que no crea que la nave fallará, en realidad cree que no fallará. La explicación, a pesar de lo enfadosas que puedan resultar estas líneas, descansa en lo que Clifford denominó principio de continuidad de la naturaleza: no tenemos razones para pensar que lo que no conocemos sea distinto a lo que conocemos. De esta forma, quien estrena auto no tendría por qué creer que fallará: su experiencia le hace confiar en que no lo hará: los autos nuevos no suelen hacerlo. En cambio, se sabe que un auto viejo y sin manutención es tendiente a la falla, por lo tanto la confianza debe estar en que fallará (como es normal): aquí, quien “no cree” que falle es, en realidad, el crédulo, por ello la forma correcta es “cree que no fallará”, y es crédulo porque no hay razones para confiar en que no lo hará. En otras palabras, Clifford denuncia aquellos que pretenden tomar decisiones sin basarse en la continuidad de la naturaleza en sus explicaciones, sólo ello nos puede dar luces para tomar decisiones realmente racionales.
La aportación de Clifford a la filosofía es dejar claro que no sólo es erróneo tomar decisiones basados en creencias sino que es, además, censurable. No sólo postula un desacuerdo, explica los peligros de la otra posición: pretende quitarle inmunidad a las creencias. Actuar a partir de lo que se cree es, en realidad, actuar a partir del deseo, ya que una creencia es fundamentalmente una traducción del deseo; de descansar en algo más no sería sólo una creencia. Las legislaciones políticas que tienen algún rastro religioso deberían ser expurgadas inmediatamente, ya que no hay razón alguna para actuar basados en una creencia. Postular, por ejemplo, una “alma humana” y usar esta proposición como argumento sobre temas como el aborto o la eutanasia es una terrible falta ética, pues no hay nada más que una creencia detrás (luego de Darwin pensar en algo como el alma va claramente en contra de toda continuidad). Lo mismo puede decirse del concepto “pecado” para temas de legislación de la sexualidad, derechos del cuerpo, uso de anticonceptivos y un largo etecé. No pretendo señalar que debiera acabarse el debate sobre estos temas, sino qué términos debieran no usarse más en esta discusión.
Clifford nos ha heredado no sólo una actitud de humildad epistémica: basados en la continuidad de la naturaleza sabemos que seguramente no tenemos toda la verdad, sino también un páramo de pura confianza: que basados en la misma continuidad sabemos que la ciencia es el camino correcto para seguir acercándonos a esa verdad.
Finalmente nos arroja a una reflexión ética: la concepción del mundo no debe estar influida por nuestros deseos, sino por nuestros conocimientos; no por nuestra fe sino por nuestras seguridades epistémicas. Esto no implica que esta concepción sea bella: seguramente hay miles de formas de imaginar una mejor realidad. Es obvio que la promesa de una vida eterna de gozo, la vigilancia y el cuidado paternal de una inteligencia infinita parecen más deseables que una vida fugaz y nuestra absoluta soledad en el universo, pero no se trata de lo que deseamos, sino de ser responsables al aceptar los límites sobre los que se fundamentan nuestros actos.
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